Después de Fito, Fito

Fito enciende un cigarro y se voltea hacia ti, te jura que lo que le gusta es estar ahí, al lado del camino, y contemplar cómo la vida pasa. Fito el testigo. Fito el vigilante. Fito el voyeur. Tú quieres comentarle que tanto la vida como el humo del cigarro que el viento espanta a manotazos, como la estela de los automóviles que huyen despavoridos del tiempo por esa avenida de Buenos Aires y que no son más que las reminiscencias de lo que estuvo ahí y partió, comparten algo en común: la fugacidad. 

Quise preguntarle eso, “qué pensaba de la fugacidad”, si le temía o, sencillamente, se aguantaba del cable ese que nos une a la tierra, que evita que nos extraviemos en las nubes de la metafísica y de la metatranca. Sin embargo, no me atreví. Bueno, en verdad, me interesaba más otra cuestión. A él que le gustaba tanto estar así, al lado del camino, qué creía de que ahora son los otros –como tú y como yo– los que contemplamos la vida de Fito, su vida, pasar por delante de nosotros. Tú y yo los testigos. Tú y yo los vigilantes. Tú y yo los voyeurs.

Hace pocas semanas la plataforma de streaming Netflix estrenó El amor después del amor, una serie de ocho capítulos basada en el ascenso de la estrella del rock argentino Fito Páez.  Este material recoge su historia desde que era un pibe o chama –como les guste más, pero por favor léanlo con el acento que corresponda– hasta que alcanza la cumbre de su carrera con el disco cuyo título nombra al producto audiovisual.

Quizás alguien por allá arriba –y cuando escribo allá arriba en verdad me refiero aquí abajo, pero un poco más arriba de donde escribo esto–, esa gente de traje que vive en penthouses y que mandan en la industria del entretenimiento, se haya percatado de que todos somos un poco metiches y nos gusta la farándula, sea la del rock latinoamericano, la de las estrellas de Hollywood de los años cincuenta o cualquier otra.

Por ello en los últimos tiempos se han vuelto populares los “biopics” como modalidad audiovisual, desde Elvis Presley hasta Luis Miguel. Tal vez recurren a este recurso porque a principios del siglo XXI nos hemos quedado sin nuevos relatos de ficción que contar, pero esta idea la dejo ahí y prosigo con el texto.

El biopic de Páez es solo uno más entre otros tantos. Si me pidieran mi humilde opinión como cinéfilo aficionado, diría que en la parte técnica no nos ofrece nada novedoso ni impactante. Me refiero a lo concerniente a la fotografía, la dirección de arte, la edición. Incluso, en esta última la suposición de dos historias, una del Fito niño y la otra del Fito joven que se abre paso en la escena, corta el ritmo narrativo y puede llegar a extraviar al espectador.

Las actuaciones estuvieron correctas. Iván Hochman como Páez me pareció un poco oscuro y depresivo para mi gusto, y que conste que a lo largo de toda la serie, no en los momentos de tensión dramática cuando resulta necesario ser oscuro y depresivo. Resaltaría el Charly García de Andy Chango que, con el bigote de medias tintas, logró regalarnos un Charly contestatario y a cada rato perdido entre sus procesos creativos y sus egocentrismos, quien se roba la atención.

Creo que el verdadero valor de la serie se encuentra en que, más allá de mostrarnos a un hombre que combate los bandazos de la vida y se crece detrás de un piano –“mi piano sabe de mí, de cigarrillos que queman, de cables y de Dios y de esta gente que espera”, como reza la canción–, nos muestra la interrelación de un fenómeno cultural con su tiempo. Hablo del influjo del rock como género durante la dictadura argentina y después como país democrático, y, por supuesto, el surgimiento de una de sus principales estrellas. El rock como testigo. El rock como vigilante. El rock como voyeur. 

Para aquellos que nunca se han acercado a él, la banda sonora de El amor después del amor es una expedición por sus canciones más representativas y sus más importantes exponentes; algunos de estos aparecen en pantalla, otros no. Ahí están Luis Alberto Spinetta, el Charly, Juan Carlos Baglietto, Fito…

Es ese mismo al que ahora le pregunto, al lado de esta avenida bonaerense donde los automóviles huyen despavoridos del tiempo, qué se siente que veamos pasar su vida por delante de nosotros. Él me mira, saca un nuevo cigarro, “¿Tenés fuego, boludo?», me dice y yo entiendo un poco más cómo combatir la fugacidad.

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