Si existe un personaje legendario en cada familia es ese tío(a) o primo(a) al que vemos poquísimo, apenas en los velorios o en el cumpleaños de la abuela, el mismo que siempre nos encuentra más gordos, más flacos, más viejos; especialista en preguntas y frases incómodas: «ya tienes novio», «para cuándo los niños», «cómo te has abandonado», «es hora de sentar cabeza».
Ese pariente criticón, terror de las reuniones familiares, en la actualidad se ha multiplicado por millones con el auge de las redes sociales, donde ponemos muchísima información personal a disposición de aquellos que lo interpretan como una franca invitación a meterse en vida ajena.
Ahora, gente que no te conoce de nada puede opinar públicamente sobre cómo te vistes, qué actividades haces con tus hijos, cómo tratas a tu perro, lo pertinente o no de tus pensamientos, tu postura religiosa, tu filosofía de vida y hasta tu color favorito. Todo es debatible y debatido.
Las razones para esa lluvia de comentarios con la que se ve salpicada cualquier publicación de Facebook, hasta el más insulso post, resultan sumamente variadas.
Los psicólogos apuntan que hay quienes desean destacar por lo ingenioso de sus juicios, llamar la atención, salirse de la turba del común de los mortales. Otros no saben discutir con argumentos y creen que el ataque es la mejor defensa. Por supuesto, abundan también los que están muy aburridos.
Lo cierto es que detrás de esos motivos, y de la coraza de perfiles falsos o reales, se esconde gente con la autoestima destrozada, que busca una manera rápida y fácil sentirse en superioridad respecto a los demás, como una droga barata y muy efectiva. Su sistema es tan antiguo como simple: «si logro hundir al otro, eso me coloca a mí encima».
Entonces se dedican a lanzar coces a diestra y siniestra. De cualquier manera, la distancia —y muchas veces el anonimato— los aleja de enfrentar las consecuencias que sus actos acarrearían en la vida real.
La versión extrema de este fenómeno es el llamado «troleo», proveniente de la palabra noruega troll, que se define como la intervención en un foro digital con la intención abierta y descarnada de ofender, provocar malestar o desatar polémica. Por más que pueda resultar extraño, esto no deja de ser usual, muchos lo hemos visto y, lo que es peor, vivido.
No importa que se sepa que el autor del comentario es un criticón crónico —un atravesado, vaya—; muchas veces esa saeta da en el blanco y hace mella en nuestros esquemas mentales, seguridad, autopercepción, amor propio y, en un día malo, logra calarnos el alma.
Sin embargo, antes de permitir que nos roben la tranquilidad debemos recordar que una opinión vale tanto como aquel que la emite.
Quien así nos interpela, ¿tiene elementos suficientes para juzgar? ¿La imprescindible autoridad moral? ¿Es una persona que nos importa y a quien le importamos?
La crítica, si se ejerce con honestidad y buena fe, resulta una herramienta valiosa que nos aporta la mirada del otro para conocernos mejor y perfeccionarnos, pero siempre debe expresarse en un tono apropiado, con el lenguaje y los argumentos correctos y, sobre todas las cosas, recordar aquel refrán que dice: «Se felicita en público pero se corrige en privado».