En Matanzas, cuando suena la sirena de un camión de bomberos por aquí o por allá, por Tirry o por Milanés —no importa de dónde provenga, sino que suene y ya—, a la ciudad se le eriza la piel. A ti se te eriza la piel. A mí se me eriza la piel. Andamos todos con los nervios y los miedos expuestos, como esas imágenes de los libros de anatomía que te muestran el cuerpo humano transparente, y te resaltan en rojo las largas raíces que componen el sistema nervioso.
No puede ser de otra manera. En los últimos meses ha habido un incidente detrás del otro: el Saratoga, el incendio en la Base de Supertanqueros, el derrumbe en la chimenea de la Guiteras. Todos ellos en menos de un año. Todos ellos con intervalos entre sí que a veces no dan tiempo a que te crezcan las uñas, desde el último en que te las comiste a puro golpe de ansiedad.
La tarde anterior a que entrevisté a Yunior, las sirenas habían sonado por aquí o por allá, por Tirry o por Milanés. A mí se me erizó la piel. A ti se te erizó la piel. Ambos buscamos en las redes qué sucedía. Un avión canadiense pedía permiso para descender en el aeropuerto de Varadero, porque tenía problemas con el tren de aterrizaje. “No, asere, no de nuevo”, pensamos tú y yo. Quisimos desnucar las sirenas. Nos dieron ganas de pegarle un piñazo a la mala suerte, pero bien duro, para que nunca más se le ocurriera aparecerse por aquí. No pasó de un susto; sin embargo, como decía, tú y yo andamos con los miedos y los nervios expuestos.
A la mañana siguiente del aterrizaje forzoso, me había citado con Yunior en el pequeño café al costado del Sauto. Yunior Expósito Eckleson es técnico en salvamento y rescate. Hace unos meses atrás lo había entrevistado a él y su colega Yoamel Santana, porque ambos fueron de los pocos matanceros que participaron en las labores relacionadas con el incidente del Saratoga. No obstante, desde entonces hasta acá han ocurrido otros incidentes: el incendio de los Supertanqueros y el derrumbe en la chimenea de la Termoeléctrica. Conforman una trinidad del fuego y del polvo, a la que ha tenido que ponerle corazón y ceniza.
Habíamos acordado encontrarnos a eso de las nueve de la mañana, pero me llamó para atrasarlo una hora. Me cuenta que la noche anterior se había acostado cerca de las cuatro de la madrugada.
“Tengo la mala fama entre los bomberos de que yo llego y se acaba Troya. Ayer mismo estaba de guardia. Después de lo del avión, salimos a prestarle ayuda al comando de Unión de Reyes, allá en Sabanilla, por una casa incendiada. Sigo siendo nube negra”, me comenta por el móvil, así, someramente, por arribita, como se diría, pero yo me quedé intrigado con la última frase. ¿Nube negra?
Ya sentados en la mesa del café, me pide disculpas por la demora, pero le digo que no importa, que hubiéramos podido pactar la entrevista para más tarde. Con tan pocas horas de sueño seguro andaba molido.
“Tranquilo. Yo no duermo mucho ni dejo dormir —me confiesa—. Brinco todo el tiempo en la cama. Me voy a quedar dormido y de repente me dan unos espasmos musculares. Cuando se calman, intento retomar el sueño, pero, compadre, no paran. Yo lo tenía desde antes, pero después del Supertanquero se agudizó. El otro día le comentaba a mi novia que ese es el precio que tenemos que pagar. Ese es el precio psicológico que solo se ve en esos lugares íntimos y pequeños, como la casa, y que solo lo notan la familia o las personas cercanas”.
De eso venimos a hablar, de los precios a pagar, precios que a veces no vienen en una etiqueta en el cuello de una camisa roja de mangas largas traída de Ecuador, o en una pegatina en la panza de una botella de Havana Club. De los que hablamos no podemos pasarlos por caja ni pagarlos por transferencias. Son impagables e intransferibles. Además, donde escribo precio pude haber puesto peso. Después del Supertanqueros todos andamos como más cabizbajos, como si ese peso nos aplastara contra la tierra, como si nos recordara lo terrenales que somos.
“Desde la parte técnica, el Supertanqueros entraría en lo que llamamos extinción —comienza a explicarme como si perderse en los detalles profesionales lo ayudara a desprenderse un poco de los precios y los pesos—. El Saratoga, por su parte, clasificaría como un derrumbe y pertenecería a la especialidad de rescate. Lo sucedido en la chimenea de la Termoeléctrica se consideraría un derrumbe parcial y de estructura interna, un cono de escombros en un espacio confinado.
“Los tres fueron bastante complicados: el Saratoga, por su magnitud, por la cantidad de víctimas, y porque trabajábamos bajo una estructura débil que amenazaba con colapsar de nuevo; en ese aspecto, es bastante parecido al de la chimenea, pero a este le agregamos que era en un nivel superior y el punto de acceso a su interior era uno solo y pequeño. No había tantos desaparecidos, pero era mucha la ceniza y estaba toda encima de los cuerpos, y para poder sacarlos había que evacuarla por esa sola entrada”.
Aprovecho una pausa en la conversación para preguntarle qué era eso que me había dicho por teléfono, eso de que él era “nube negra”. “Cuando a un bombero o técnico le toca trabajar y aparece servicio tras servicio, lo bautizábamos como nube negra. Yo soy uno de ellos. También está el nube blanca, que es al que no le suceden incidencias durante la guardia y puede, incluso, dormir a pierna suelta. Los compañeros míos a cada rato quieren que me cambie de turno y hasta de comando.
“Ya me he hecho hasta despojos con hojas de marabú, me he bañado con agua salada antes de trabajar y nada, nada funciona”, bromea. Pienso que el humor puede ser solo una pantalla. Muchos nos atrincheramos ahí cuando la vida viene violenta, con ganas de fastidiarnos, y hay que sobreponerse porque eso de poner la otra mejilla no va con uno.
Qué dejaremos para aquellos que estuvieron en primera línea, si resultó en extremo desgarrador para nosotros, los que vivimos desde las periferias la explosión del Saratoga, el incendio en la Zona Industrial —aunque ese en específico los matanceros lo sentimos como si ocurriera dentro de nuestra casa— y el derrumbe de la Chimenea arrodillados frente a los altares y tronos de santos, o balanceándonos frente al Panda, cuando echábamos para atrás el sillón y podíamos pensar que nos alejábamos de la pantalla y del horror y nos echábamos hacia adelante y de repente nos acercábamos, y así una y otra vez.
Esos, como Yunior, que vieron cómo sus amigos se lanzaban al fuego y este no se los devolvió, esos que pensaron que el fuego no los dejaría escapar y están aquí con nosotros, aún conservan la impresión de todo el egoísmo de que es capaz la naturaleza con sus fuerzas.
En todo ello pensaba mientras conversaba con este muchacho flaco y colorado. Creo incluso que lo encontré más flaco y más colorado desde la última entrevista. No son solo precios psicológicos los que hay que pagar, también físicos.
“En Matanzas después del Supertanqueros hubo un cambio para bien y para mal. Antes yo salía con el uniforme negro y amarillo y a veces me preguntaban si era un técnico de refrigeración. Hoy ya se reconoce el uniforme de los técnicos de salvamento y rescate. La solidaridad es impresionante, lo mismo viene una viejita con su paquete de café Hola, que un señor con Cubita, o te hacen una caldosa. Pasas por delante de un vendedor de mamoncillos y te regala un racimo, y así.
“Hoy, desgraciadamente, se respeta más el trabajo de los bomberos. No me gusta decir la palabra desgraciadamente, pero mis compañeros caídos no deberían estar allá arriba o donde estén, sino dando este tipo de entrevistas”.
En el encuentro anterior me había contado que él era ese niño que quería ser bombero y que creció y se convirtió en bombero. Si a ese Yunior infante alguien —un profeta, un taxista del tiempo— le hubiera adelantado cuánto miedo “carcomedor” de hueso, cuántas noches en vela por estar de guardia operativa o porque cuando te acostumbras a dormir a la intemperie, en cualquier pedacito de yerba o cemento, la cama propia parece más dura que el cemento, o porque piensas que no te mereces descanso cuando hay quien no descansa porque está de guardia operativa, o porque otros no podrán descansar más porque habitan las tierras del sueño eterno y de la memoria y el dolor colectivo, tal vez lo habría reflexionado más.
“Saber que puedes aportar tu granito de arena o ayudar en un momento determinado es gratificante, así que vengan brincos en la cama”, suelta de repente, como para que entendiera que el dolor y la pérdida no lo han amilanado, que tanto precio psicológico no lo ha sumido en una bancarrota emocional.
La próxima vez que suene una sirena por aquí o por allá, por Tirry o por Milanés, pensaré que hay un muchacho flaco y colorado, con precios y pesos encima, con los nervios y los miedos expuestos, que sin importarle nada de esto sale a ponerle corazón y ceniza a la vida. Tal vez así no se me erice tanto la piel.