Crónica de Domingo: El curioso caso de la hornilla que tiraron al río

El suelo del puente de Tirry –uno de los tantos que cruzan la vida de los matanceros– lo conforman, en vez de planchas enterizas de metal, rejillas por cuyos intersticios cabría a la perfección un limón grande. Si cuando caminas por él bajas la mirada, verás el río San Juan con su color de verde musgo y, en los extremos de su estructura, el gris de dos calles que pasan por debajo del Tirry y que las separa del agua un pequeño malecón.    

Hace cerca de diez años regresaba a mi casa de la secundaria por el puente; cuando debajo de mí cambió el verde musgo por el gris asfalto, observé que en la calle había un movimiento inusual. Cerca de veinte personas miraban absortos al San Juan. Yo curioso me acerqué al molote. 

En el momento que llegué algunas de las personas se quitaban los zapatos y se recogían los pantalones hasta las rodillas; luego cruzaron la parodia de malecón hacia el agua que por suerte en ese tramo no superaba la mitad de las pantorrillas. Allí se inclinaron y empezaron a revolver la superficie del río; parecían campesinos vietnamitas que cultivaran arroz.  

Uno de ellos se incorporó y alzó en el aire una camisa a cuadros que, aunque mojada, lucía nueva o por lo menos con poco uso. Otro emergió por unos segundos con un zapato y luego volvió a inspeccionar el fondo para buscar la pareja antes que alguien se le adelantara y tuviera que discutir quién se apoderaba del par. Los menos valientes o entusiastas que aún esperaban en tierra comenzaron a recogerse los pantalones con la esperanza de alcanzar botín. 

Los campesinos vietnamitas se multiplicaron de un momento a otro. Sacaron del río pares de medias, pulóveres, chores, camisetas. Alguien mostró, como el pescador que se vanagloria con una presa rara, una hornilla eléctrica en perfecto estado. Otro sacó un calzoncillo que contempló por unos segundos antes de lanzarlo de nuevo a la corriente.

Nunca se supo cómo llegaron los objetos al río. La versión que se manejó, y que por lo menos parecía más verosímil, resultó que una mujer descubrió que su marido le era infiel y para vengarse arrojó desde el puente de Tirry sus pertenencias al San Juan.

Hasta escuché que alguien presenció cuando la señora abrió la maleta y la sacudió contra la baranda para que se desprendieran hasta la última ropa y cómo algunas piezas ligeras flotaron en el aire; seguro luego observó a través de las rejillas por donde cabe un limón grande cómo se hundían y en su rostro se dibujó una sonrisa de satisfacción.  

Me pareció curioso el caso, porque había sabido de mujeres-fuego que hacían una fogata con las pertenencias del amante desleal o mujeres-metal que con una tijera las cortaban en menudos pedazos; pero nunca de una mujer-agua verde musgo.

Solo me queda algo por relatar: yo fui uno de los campesinos vietnamitas. Me subí los bajos del pantalón amarillo mostaza de la secundaria y me uní a los cazadores de tesoros. Alcancé una camisa roja de mangas cortas que al final me quedó ancha y un pañuelo que de tan estrujado lucía como un marañón.

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