Largo es el trayecto, así como difícil es hallar transporte hasta sus inmediaciones. Acostumbro visitarla una o dos veces al año; soñar con ella, infinitas. Pocos lugares me transmiten la sublime serenidad, la sensación extraterrenal de ingravidez, que poseen la piscina de Mr. Claude y sus alrededores.
Desde que, mochila al hombro, se dejan atrás la base de Supertanqueros y la Central Termoeléctrica Antonio Guiteras; desde que las laderas elevadas a la izquierda de la carretera denotan en su roca la altura pretérita del mar; desde que hay que desviarse del pedregoso camino a mano derecha, dentro de la espesura cada vez más tupida, tanto que ya se confunde el sendero indicado: mientras más cerca se está del impensado balneario, salvo por alguna huella hogareña de la presencia del hombre, el berreo de los chivos o la silueta de algún bote mar adentro, el escenario adquiere el encanto de lo prehistórico.
El agua es fría, menos para aquel valiente que se arroja de una puñetera vez y hunde todo su ser en cuestión de segundos, no como los que preferimos descender por la pequeña escalera oxidada, rota ya y recostada al muro de piedra. Pero una vez inmerso el trémulo visitante bajo la superficie, y más si tiene la suerte de portar careta de buceo, no tardará en arrepentirse de haber prolongado tanto el placer de experimentar ese reducto de la naturaleza como realmente vale la pena.
Bajo el mar, según el capitán Nemo, el hombre se hace inofensivo, desaparecen todas las miserias que trae consigo, se extiende un mundo totalmente fuera de sus imperios y ambiciones. Yo le creo. Lo he sentido así, tanto en ese espacio cerrado como en el abierto, el del otro lado, el que no te brinda posibilidades de erguirte con el agua por la cintura para acomodarte el tubo de esnórquel.
Entre el colorido y el reguero mental de nombres científicos de peces en múltiples tamaños y formas, el nivel irregular del lecho y alguna que otra piedra con la que es posible chocar un tobillo cuando más relajado se tiene el cuerpo flotante, en los dominios de Mr. Claude nunca he sentido la presión de un examen, ni la tristeza de un amor no correspondido, ni la añoranza de un pasado mejor en sentido alguno. Ese día, la realidad toma vacaciones sin necesidad de ingerir alcohol.
Lo negativo no abunda allí, como si supiera que desentona, a excepción de restos de basura ocasionales que viajan sobre las suaves ondas. O, sobre todo, el recuerdo fugaz de esa morena, que estoy seguro de haber visto a los 9 años, que estoy seguro de que no fue una impresión mía; que no, caballero, que se coló por la apertura que nutre la piscina de las aguas del Caribe, y nos iba a morder a mí y a mi papá si yo no avisaba, acábenme de creer. Tiempo después, solo uno de mis amigos ha coincidido en el avistamiento de una de ellas, pero fuera de la horadación. De cualquier forma, ya no estoy solo en mis “desvaríos”.
Del otro lado, nada más sumergirte te topas con un extenso muro que desciende casi recto, de una profundidad que me recuerda a la vista desde lo más alto de mi escuela primaria o desde el cuarto piso donde he vivido. Se siente espectacular, más soberbio aún. Probar la vastedad honda, relativamente desdeñar la piscina en sí, equivale a crecer y a asumir nuevos retos, pero mis visitas al lugar son ya tan esporádicas, y el transporte tan preocupante, que siempre que voy me resisto a crecer, y vuelvo a ser niño y me distribuyo la estancia: primero en Mr. Claude, luego en el mar.
A escasa distancia de la costa yace un espacio por el que circulan tiburones a veces, el cementerio de caguamas, llamado así por los caparazones que varias generaciones de cazadores han arrojado allí a lo largo del tiempo. Denso, intimidante, de una visualidad espectacular, por lo que dicen, pues reconozco que no me he aproximado mucho. Ni lo haré mientras circulen esos escualos, a diferencia de alguno que otro de mis compañeros de aventura.
A diferencia de tirarme desde un peñasco, que lo he hecho un par de veces bajo presión, visitar dicha necrópolis marina constituye, en cada oportunidad, la única experiencia temeraria que no echo en falta al regreso, esa parte amarga del día que conlleva el peso de una nochevieja, de un cumpleaños posterior al bachillerato, en que no solo te vas tú del lugar, sino que se te va una parte de ti y el lugar se la queda.
Porque para huir del peligro, de toda clase de peligro, incluso del peligro de crecer, me quedo con aquella pequeña piscina junto al mar.
Qué bonito.