Cuentan que, cuando J. F. Kennedy se enteró del descalabro en la invasión a Bahía de Cochinos, exclamó una frase que muchos le atribuyen a él, pero que realmente es de Napoleón: “La victoria tiene cien madres, pero la derrota es huérfana”. Estoy de acuerdo con él en una parte, pero en la otra, no.
La derrota no es huérfana. La derrota no apareció de la nada como en las leyendas cuando abandonan en un cesto a la orilla de un río a un niño que será rey o profeta y la corriente lo conduce a los brazos de una pareja de campesinos. Ella sí tiene padres.
Son señores de sonrisa nacarada y dientes blancos, que habitan amplios y bien iluminados despachos, como Kennedy, que una vez comentó: “No te preguntes qué hace tu país por ti, sino qué haces tú por él”. No obstante, solo hacía gala de ese chovinismo común de los norteños, porque entonces se podría ripostar: “No preguntes qué hace tu país por ti, sino qué hace tu país en otras tierras, como si las guerras fueran pícnics, y las invasiones, días de campo”.
También tenía individuos que trabajaban en oscuros y ocultos cuartos, con grandes mapamundis colgados en las paredes, donde señalaban con el dedo un pueblo cualquiera y pensaban que debía ser suyo, porque se creían profetas, porque se creían reyes.
Los primeros vendrían a ser la luz; los segundos, las sombras que esta proyecta. No obstante, luces y sombras se intercambian o fusionan hasta que no se sabe quién es quién. En esta metáfora la libertad resulta un avión de combate en cielo ajeno, y la democracia, un portaviones.
La Victoria de Playa Girón —porque para nosotros es Girón, no Bahía de Cochinos— sí tuvo muchas madres, muchos padres, muchos hijos.
Hubo mujeres con sus niños en brazos que se adentraron en el monte, en el mangle —como criaturas que deben proteger a su camada ante todo—, para huir de los trillos de balas que las aeronaves abrían sobre los caminos de tierra.
Algunas no lograron escapar, y le sobrevivieron sus hijas de zapatos blancos, niñas que no le temen al rayo y la centella, porque saben que de todo lo que viene de arriba, del azul celeste o del gris nubarrón, el rayo y la centella palidecen ante la maldad de ciertos hombres.
Hubo padres que se cortaban al afeitarse por la falta de práctica con la cuchilla, porque desde hacía tan poco les habían salido las cuatro pelusas del bigote; otros sencillamente eran imberbes, pero igual se montaron en los tanques y en los cuatro bocas. También estaban los de barbas tupidas, como el musgo que nace en los árboles de la montaña, que bajaron por las laderas de la Sierra para encontrarse una playa, como aquel que diría; mas, tanto cerca del mar como del cielo, entendían que la libertad deja deudas de sangre y plomo y ellos estaban dispuestos a pagarla.
Muchos no regresaron a casa, se quedaron tendidos en las arenas del recuerdo y nos toca a nosotros que prosiga así; porque el que olvida a sus muertos olvida una parte de sí.
En 62 años, desde el ataque a Playa Girón, muchos hijos han nacido: tú, yo, tu vecino de enfrente, el que arregla refrigeradores, el bebé que duerme su primera siesta en Maternidad. Aseguran los historiadores que con el pasado no se puede especular, que las cosas fueron como fueron, que no vale la pena preguntarse ¿qué hubiera sucedido si…?; pero yo hoy me pregunto —por indisciplinado, por rebelde—: ¿qué hubiera sucedido si los mercenarios hubieran ganado?
Recuerdo entonces a Byrne cuando escribió: “Si deshecha en menudos pedazos llega a ser mi bandera algún día, ¡nuestros muertos alzando los brazos la sabrán defender todavía!”; y parafraseo: “si es en menudos jirones o Girones, nunca habrá de verse deshecha mi bandera algún día, porque nuestros vivos y nuestros muertos la sabrán defender todavía”.
Vea , desde el lente de Ramón Pacheco lo que hoy es, gracias a lo que no fue en Girón: