Cruzo la reja y lo primero que me dicen es que me ponga otro nasobuco por si las moscas, que no debería respirar las cosas que se están sacando de la chimenea.
Frente a un pequeño muro una docena de trabajadores, bomberos y técnicos comen en unos platos plásticos. Justo a unos cien metros otro grupo continúa sacando los escombros y lanzándolos al pie de la enorme estructura.
No sabría decir que pesa más en los hombros. Los que trabajan al menos tienen la tarea que realizan para ocupar sus cabezas, los que esperan solo pueden mirar hacia la chimenea mientras comen.
Los rostros muestran el cansancio del día y los uniformes se oscurecen. Con el tiempo el sonido de las piedras y el polvo al caer generan un patrón cómo si marcaran los segundos.
El viento nos lanza el hollín a los ojos y quema, es un latigazo que irrita la pupila al instante y acto seguido ocurre el lagrimeo. Con las manos sucias es imposible limpiarlo, la única alternativa es cerrar los párpados con fuerza hasta que el ardor desaparece.
Dos muchachos bajan la escalera, se quitan el casco y los implementos de seguridad, cruzan el lazo amarillo que marca el perímetro y se acuestan en el pavimento. Acto seguido otros tres muchachos suben.
La pila de escombros se acumula a escasos metros. Los rescatistas buscan una extensión eléctrica que debe indicar dónde se encuentra el obrero que quedó atrapado.
Los obreros comienzan a moverse y los técnicos se agrupan frente al lazo amarillo. Una ambulancia entra discretamente y los muchachos que descansaban en el pavimento se levantan para hacerle espacio.
Las horas pasan al ritmo de los ladrillos y el polvo. No hay épica en la espera, solo fe y hollín.