Esto no es una simple historia de guaguas y boteros. Uno se levanta y enciende sus motores: “Tengo que ir a X lugar”. Entonces ya sabe a lo que se va a enfrentar. Como si tu vida dependiera de ello vas a combatir contra el azar del petróleo y las ruedas, al azar de los choferes y las ruedas. ¡Usted va a luchar contra el vertiginoso incierto del transporte matancero!
Fue un día cualquiera de marzo, a las nueve de la mañana, cuando llegué al Viaducto de Matanzas y mi destino era Varadero. El lugar estaba repleto de personas y no parecían muy felices. Cuando las paradas están llenas no hay tiempo para distraerse. Es menester activar todos los sentidos para captar esa guagua allá a lo lejos y tratar de adivinar si va a parar o no.
“Camión a Cárdenas”, dijo el inspector de transporte. Todos miramos a la izquierda. Llegaba y ya nos estábamos posicionando todos para averiguar dónde se iba a detener. “Hasta Cárdenas cien pesos”, dijo el copiloto mientras abría su puerta; llevaba un fajo de billetes en los dedos, enguatada naranja y gafas de aviador.
No pregunté cuánto cobraba hasta Santa Marta. Mea culpa.
El viaje fue rápido y tranquilo, además silencioso, lo cual aproveché para leer un poco. Escuché a un hombre que estaba sentado frente a mí preguntar dónde quedaba el aeropuerto. Una señora le respondió que ella le iba a indicar cuando estuvieran por allá. “Cuando él se levante es que llegamos”, pensé.
Se levantó. Y sentí su voz proveninte de la carretera:
— ¿Cien pesos desde Matanzas hasta aquí? –preguntó el hombre.
–Yo dije que eran cien pesos hasta Cárdenas. Para todo el mundo.
No es necesario indicar quién dijo lo segundo. Esquina roja: viajero. Esquina azul: chofer. Un solo round, verbal, sin violencia física, solo carterística.
He presenciado pocos momentos como estos y siempre me llama la atención que, o el cliente se queja mientras paga (porque necesita quejarse, porque es una obvia falta no solo de respeto, sino de profesionalidad; pero paga al fin y al cabo, por alguna razón metafísica de te han hecho un servicio, Fulano, toca pagar), o sucede como en el caso de una señora que ya hace unos meses no pagó 60 pesos desde Santa Marta hasta Boca de Camarioca. Le dio 30 al cobrador: “Que los coja si quiere”.
Este cronista también pagó y se preguntó: ¿ese asiento que me costó tan caro no va a volver a ser utilizado por otra persona en la siguiente parada? ¿Le cobrarán lo mismo? Si es así, espero que su destino sea Cárdenas exactamente, por el bien de sus ahorros.
“Tremendo paletazo”, dijo una señora. Yo pensé en otra palabra.
Como a la seis de la tarde ya tenía que regresar y esa parada sin parada que hay por el aeropuerto estaba, cómo no, llena de gente. Había un aire que arrancaba teléfonos (me pasó), gorras, y hasta cigarrillos de las manos.
Lo primero que paró fue una guagua. “Me voy a llevar solo a cinco personas, que esto es una guagua de trabajadores”. Me puse a contar y ¡sí!, yo era el quinto. Pero, una persona me dio un pisotón bien violento. Era una señora mayor, y a ella le dio un empujón un hombre, además; pero a él se le coló otro hombrecito, muy pequeño, que con bigote y gorra verde me recordaba a Luigi, de Super Mario.
Había siete personas entonces, no cinco, pero el chofer olvidó contar, manifestó que yo era el quinto pasajero y con la palma de su mano indicó que yo no pasaba el corte, no discutí. Ya una vez me había molestado sobremanera con un chofer que no me quiso llevar hasta la universidad desde Pastorita porque llevaba solo trabajadores, y la guagua iba casi vacía. “Chama, te montas y te voy a llevar hasta Varadero, NO VOY A PARAR EN LA UNIVERSIDAD”. Fin de la cita, que me sé de memoria.
Cerca de mí había una pareja de alemanes, él era muy moreno y ella muy blanca. La muchacha le hacía señas a todo lo que pasaba. Un carro descapotable azul se detuvo, lo conducía un hombre con gafas Ray Ban, una pachanguita y una enguatada también azul.
— ¿Matanzas? –preguntó la alemana.
–Sorry, only dentro de Santa Marta y Varadero –dijo el conductor mientras levantaba su mano derecha y dibujaba un círculo en el aire.
Media hora más tarde una ¡guagua vacía! paró a recoger. Me fui al fondo y me senté; tres hombres delante de mí bebían ron, era el cumpleaños de uno de ellos. “Diez pesos por persona”, ya estaban cobrando, y pagué y me puse a escuchar la trompeta de Miles Davis.
Me encantaba todo lo que veía: los niños jugar a la pelota y al fútbol; la gente de Camarioca, conectados a la WIFI o yendo a tomar café; yo iba a casa por fin, hasta el peaje me pareció bello, con su arquitectura tan no sé qué. Parar en Peñas Altas fue la última pieza del azar que me lanzó el azaroso transporte matancero, lo demás lo hice a pie.
(Por: Mario César Fiallo Díaz)
Triste amigo, insoportable. Ojalá se resuelva el transporte urbano para que los bolsillos de los que andamos a pie puedan respirar. Para que los trabajadores y jubilados se sientan feliz
Sin palabras..Le considero porque he pasado por cosas parecidas.