“…ninguna de nuestras luchas culminó realmente en derrota, porque cada una de ellas fue un paso de avance, un salto hacia el futuro”.
Fidel Castro Ruz, 10 de octubre de 1968.
Muy relevantes son los acontecimientos históricos de nuestro proceso revolucionario que marcan el 24 de febrero como un día de especial simbolismo para todos los cubanos, fecha de homenaje y recordación patriótica.
Un 24 de febrero de 1899 entró victorioso el Generalísimo Máximo Gómez a La Habana; ese mismo día, pero de 1956, se proclamó la fundación del Directorio Revolucionario por el líder estudiantil José Antonio Echeverría; también en la propia fecha, pero en 1958 inició sus trasmisiones Radio Rebelde desde la Sierra Maestra; el 24 de febrero de 1976, en el teatro Carlos Marx fue proclamada la Constitución de la República de Cuba en discurso memorable de nuestro General de Ejército, Raúl Castro Ruz.
Más recientemente, el 24 de febrero de 2019, quedó ratificada la nueva Constitución de la República de Cuba, con 86,85% de respaldo popular en voto directo y secreto.
Pero sin duda, la trascendencia mayor de la fecha tiene su raíz en aquel luminoso 24 de febrero de 1895 en que nuevamente el pueblo cubano dejó testimonio indeleble al mundo de su rebeldía y espíritu revolucionario. Ese día, domingo de carnaval, no fue solo en Baire donde se escuchó el grito de “Independencia o Muerte”, dándole continuidad a la lucha que se había iniciado el 10 de octubre de 1868, sino en muchos otros puntos geográficos del Archipiélago.
Por solo mencionar algunos ejemplos: José Miro Argenter, junto a los hermanos Sartorio se alzó en Holguín, Guillermo Moncada minado de tuberculosis en Santiago de Cuba, Bartolomé Masó en Manzanillo, Saturnino Lora en Baire, Periquito Pérez en Guantánamo, Alfonso Goulet y el abogado Rafael Portuondo Tamayo en El Cobre, Victoriano Garzón en El Caney, Quintín Banderas en San Luis, Jesús Rabí en Jiguaní, Juan Gualberto Gómez, Antonio López Coloma y Pedro Betancourt en Matanzas. Hubo alrededor de 35 gritos de independencia ese día. A Julio Sanguily, jefe de la insurrección en Occidente, lo apresaron de forma apacible en su casa en el Cerro, La Habana. Luego se produciría el arribo de los principales jefes de la contienda, Antonio Maceo desembarcaría por Duaba el 1ro de abril y José Martí y Máximo Gómez, por Playitas de Cajobabo, el 11 de abril de 1895. “Salto. Dicha Grande”, escribió Martí en su diario al describir el momento en que pisó nuevamente su amado suelo cubano, luego de muchos años de ausencia forzada.
Es imposible no venerar en cada recordación del 24 de febrero, al Apóstol de la independencia de Cuba. Cierto que cayó temprano, aquel 19 de mayo de 1895, pero ya su labor había sido ciclópea. Ninguna otra figura hubiera logrado lo que el logró a fuerza de coraje, entrega total y singular inteligencia. Unió todo lo que estaba desecho. Desató una batalla ideológica sin parangón en la época, usó su voz y pluma hasta el cansancio, desnudó la equivocación permanente de autonomistas y anexionistas, pero no dejó de intentar sumar a todos los que pudieran contribuir a la causa cubana.
“El templo está abierto –insistía Martí- y la alfombra está al entrar. Para que dejen en ella las sandalias los que anduvieron por el fango o se equivocaron de camino”.
Fundó el periódico Patria como órgano de divulgación de la Revolución, creó el Partido Revolucionario Cubano para en un solo haz y desde principios profundamente democráticos, unir a todos los que aspiraran a alcanzar la independencia de Cuba y auxiliar la de Puerto Rico. En carta dirigida a Máximo Gómez, con fecha del 20 de julio de 1882 expresó con claridad política meridiana:
«… si no está en pie, elocuente y erguido, moderado, profundo, un partido revolucionario que inspire, por la cohesión y modestia de sus hombres, y la sensatez de sus propósitos, una confianza suficiente para acallar el anhelo del país -¿a quién ha de volverse, sino a los hombres del partido anexionista que surgirán entonces?».
Vio más temprano que nadie el peligro que significaba el naciente imperialismo estadounidense para Nuestra América, de ahí su idea de una guerra “breve como un rayo”, que no diera tiempo a Estados Unidos a caer “con esa fuerza más sobre nuestras tierras de América”. La independencia de Cuba tenía un fin mayor: evitar que las Antillas se convirtieran en “mero fortín de la roma americana”. “Es un mundo el que estamos equilibrando: no son solo dos islas las que vamos a liberar”, escribía Martí en vísperas del nuevo intento emancipador.
Fue un volcán, un torbellino de energía, el Martí de esos años de reposo turbulento en la organización de la nueva arremetida redentora.
“Martí era un hombre ardilla –así lo describió Enrique Collazo quien lo conoció en Nueva York-; quería andar tan deprisa como su pensamiento, lo que no era posible; pero cansaba a cualquiera. Subía y bajaba escaleras como quien no tiene pulmones. Vivía errante, sin casa, sin baúl y sin ropa; dormía en el hotel más cercano del punto donde lo cogía el sueño; comía donde fuera mejor y más barato; ordenaba una comida como nadie; comía poco a casi nada; días enteros se pasaba con vino Mariani; conocía a los Estados Unidos y a los americanos como ningún cubano…”.
Luego de años de sacrificios, organización minuciosa de cada detalle de la conspiración, recaudación de fondos y preparación de las expediciones que debían llegar a Cuba y coincidir con los alzamientos internos, vino el fracaso de la Fernandina. Ni en esa coyuntura dramática que para otros podía haber constituido la derrota definitiva, desmayó Martí en sus anhelos de llevar la nuevamente la llama independentista a Cuba. Las noticias del potencial de los barcos y el equipamiento bélico que habían incautado las autoridades estadounidenses, lejos de amedrentar generaron nuevos bríos y sorpresa en los patriotas cubanos dentro y fuera de la Isla, en quienes creció la convicción de la posibilidad de llevar adelante el levantamiento insurreccional.
Martí partió de inmediato a República Dominicana para buscar a Gómez en Montecristi, allí firmaría junto al Generalísimo el 25 de marzo, el Manifiesto de Montecristi, uno de los documentos políticos más trascendentales de la historia de Cuba y de las luchas de Nuestra América.
Fue imposible convencer a Martí de no ir a Cuba y de que su papel más importante estaba en el exterior.
“Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar-escribía el propio 25 de marzo a su amigo dominicano Federico Henríquez Carvajal-. Para mí la patria no será nunca triunfo sino agonía y deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable al sacrificio; hay que hacer viable e inexpugnable la guerra; si ella me manda ―conforme a mi deseo único― quedarme, me quedo en ella; si me manda ―clavándome el alma― irme lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor. Quien piensa en sí, no ama a la patria: y está el mal de los pueblos ―por más que a veces se lo disimulen sutilmente― en los estorbos o prisas que el interés de sus representantes ponen al curso natural de los sucesos. De mí espere la deposición absoluta y continua. Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora”.
Esta última frase ha sido asumida por algunos autores como la prueba a la tesis del suicidio de Martí en Dos Ríos. Nada más alejado de la verdad. Martí quería ir a Cuba y combatir al igual que el resto de sus compañeros de lucha y aunque no pretendía forzar su muerte, tampoco la eludía, estaba dispuesto a morir si era necesario por la causa cubana. No se puede sacar de contexto esa frase; además en otros documentos escritos antes de la catástrofe de Dos Ríos, Martí habla de su intención de participar en varios combates e ir hacia el Camagüey a hacer gobierno. En su inconclusa carta a Manuel Mercado el 19 de mayo de 1895, dice con intención de futuro: “cuanto hice hasta hoy y haré”.
Mucho se ha debatido o especulado también sobre la famosa reunión entre los tres grandes: Martí, Gómez y Maceo, ocurrida el 5 de mayo de 1895 en el ingenio La Mejorana. Cierto que la ausencia de dos páginas del Diario de Campaña del Apóstol del día 6 de mayo despierta muchas dudas sobre lo que éste pudo haber escrito allí, pero las líneas que redactó el propio día 5 ofrecen una información muy fidedigna de lo ocurrido y reflejan que fue una reunión tensa entre tres hombres apasionados con la causa de la libertad de Cuba, pero no por ello coincidentes en la manera de organizar la lucha: “Maceo y Gómez hablan bajo –escribió Martí-, cerca de mí: me llaman a poco, allí en el portal: que Maceo tiene otro pensamiento de gobierno: una junta de los generales con mando, por sus representantes, –y una Secretaría General– (…) Nos vamos a un cuarto a hablar. No puedo desenredarle a Maceo la conversación: “¿Pero V. se queda conmigo o se va con Gómez?” Y me habla, cortándome las palabras, como si fuese yo la continuación del gobierno leguleyo, y su representante”.
Es fácil advertir en las palabras de Martí, que las viejas contradicciones de la Guerra de los Diez Años y la Guerra Chiquita, entre el poder civil y el militar, aún estaban a flor de piel. Maceo defendía un poder militar sin interferencias de los civiles.
Consideraba que primero había que ganarle la guerra a España antes de pensar en la existencia de un gobierno civil en plena manigua. Martí discrepaba, pues aspiraba a un equilibrio de poderes: “rudo el Ejército, libre, y el país, como país y con toda su dignidad representado”, escribió en su diario ese mismo día. El Generalísimo en esta ocasión apoyaba las ideas del Delegado. Finalmente, a pesar de las discrepancias por haber convocado Martí y Gómez una Asamblea de Delegados para formar gobierno, Maceo terminó subordinando su criterio al punto de vista de estos y se declara partidario de enviar cuatro delegados por la provincia de Oriente.
Respecto a las desavenencias que a ratos se produjeron entre los líderes fundamentales de la Guerra Necesaria, nadie debe extrañarse, ni pensar que por eso no se retribuían cariño y admiración. Sostener que no tuvieron fuertes contradicciones es soñar o construir una historia santificada.
El 28 de abril de 1895 Martí y Gómez firmarían la circular a los jefes mambises llamada Política de Guerra, uno de los documentos más trascendentales del período en tanto denota el fundamento ético y moral de la Revolución. Fundamento que está también en la raíz misma de la lucha que en el siglo XX encabezaría Fidel Castro Ruz, y que explica una de las claves de la resistencia y victoria del proceso cubano frente a los enemigos más poderosos:
“La guerra debe ser sinceramente generosa, libre de todo acto de violencia innecesaria contra personas y propiedades, y de toda demostración o indicación de odio al español.
Con quien ha de ser inexorable la guerra, luego de probarse inútilmente la tentativa de atraerlo, es con el enemigo, español o cubano, que preste servicio activo contra la Revolución. Al español neutral, se le tratará con benignidad, aun cuando no sea efectivo su servicio a la Revolución.
Todos los actos y palabras de ésta deben ir inspirados en el pensamiento de dar al español la confianza de que podrá vivir tranquilo en Cuba, después de la paz. A los cubanos tímidos y a los que más por cobardía que por maldad, protesten contra la Revolución, se les responderá con energía a las ideas, pero no se les lastimarán las personas, a fin de tenerles siempre abierto el camino hacia la Revolución, de la que de otro modo huirían, por el temor de ser castigados por ella. A los soldados quintos se les ha de atraer, mostrándoles compasión verdadera por haber de atacarlos cuando los más de ellos son liberales como nosotros y pueden ser recibidos en nuestras fuerzas con cariño.
A los prisioneros, en términos de prudencia, se les devolverá vivos y agradecidos.
A nuestras fuerzas se les tratará de manera que se vaya formando en ellas, a la vez, la disciplina estricta y el decoro de los hombres, que es la que da fuerza y razón al soldado de la Libertad para pelear; no se perderá ocasión de explicarles en arengas y conversaciones, el espíritu fraternal de la guerra; los beneficios que el cubano obtendrá con la Independencia, y la incapacidad de España para mejorar la condición de Cuba y para vencernos”.
Sin duda, la Guerra Necesaria, además de las hazañas militares realizadas por los mambises cubanos, fue el hecho cultural más importante del siglo XIX cubano, una revolución de profundo sentido de la justicia, cargada de una eticidad que fungió como cimiento y legitimidad histórica a los jóvenes que protagonizaron la Revolución del Treinta y de la generación del centenario que, en 1953, se lanzaron a tomar el cielo por asalto y a rescatar para la patria la dignidad por la cual había luchado y entregado su vida José Martí.
Si bien el proyecto revolucionario martiano fue recortado en sus fines últimos más radicales después de la caída en combate del Apóstol y sobre todo por la intervención de Estados Unidos en la contienda cubano-española, se había producido un transcendental salto cultural y espiritual en el pueblo cubano, que consolidó su identidad y aceleró el proceso de formación nacional.
Al realizar su última intervención pública el 19 de abril de 2016, en el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz, lanzó nuevamente una clarinada de espíritu mambí que aún sigue inspirando y movilizando frente a los desafíos que enfrenta el pueblo cubano en la coyuntura actual: “Emprenderemos la marcha y perfeccionaremos lo que debamos perfeccionar, con lealtad meridiana y la fuerza unida, como Martí, Maceo y Gómez, en marcha indetenible”.