A las 9:40 de la noche del martes 15 de Febrero de 1898 una poderosa explosión destruyó al acorazado estadounidense Maine que se encontraba fondeado en la bahía de La Habana. Como consecuencia del siniestro perecieron las tres cuartas partes de la tripulación. Dado el contexto en que tuvo lugar el suceso y su trascendencia así como el interés que despertó en la opinión pública, ha sido objeto, sobre todo en los Estados Unidos, de múltiples especulaciones. Se le han dedicado libros y aún más, costosas investigaciones para tratar de fundamentar las posibles causas.
El Maine había llegado al puerto habanero el 25 de enero, con la excusa de efectuar una “visita amistosa”, aunque, dada la tirantez que existía entre los Estados Unidos y España, resultaba evidente que la presencia del buque no era sino una más en la cadena de presiones que el gobierno norteamericano venía ejerciendo sobre el español en lo que constituía, claramente, la preparación para la intervención, con objetivos expansionistas, en la guerra que los cubanos sostenían contra el régimen colonial hispano.
El Maine era quizás el mayor buque de guerra que jamás hubiera entrado en la bahía habanera. Su aspecto, fondeado en el centro de la rada, era imponente. La tripulación estaba compuesta por 26 oficiales y 328 alistados. Entre estos últimos había numerosos emigrantes (19 irlandeses, 15 suecos, 11 alemanes, 8 japoneses,7 noruegos, 4 daneses, 3 finlandeses, 2 griegos, 1 maltés, 1 inglés, 1 francés, 1 ruso, 1 rumano) aunque casi todos eran ya ciudadanos norteamericanos o residentes permanentes en proceso de obtención de la ciudadanía. No es cierto, como a veces se ha afirmado, que la mayoría de los tripulantes fueran negros. Fuentes dignas de crédito y la observación cuidadosa de las fotos de la tripulación muestran que las personas negras constituían menos de la quinta parte de los tripulantes. El comandante del buque era el capitán de navío Charles D. Sigsbee.
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Inmediatamente después de ocurrida la catástrofe, la prensa sensacionalista estadounidense arreció su campaña antiespañola, responsabilizando con el hecho a las autoridades de Madrid y La Habana. Simultáneamente, los círculos políticos más agresivos intensificaron sus demandas y presiones sobre el ejecutivo para que este se decidiera a intervenir militarmente en Cuba.
En términos generales, el desastre tenía dos posibles explicaciones: la destrucción del buque se había producido por accidente o por un acto premeditado. Si se trataba de un accidente, el prestigio del comandante y por ende de la Marina estadounidense, quedaba en entredicho. Si fue un acto perpetrado por tripulantes, el comandante seguía teniendo responsabilidad. Pero si el acto había sido realizado por agentes del gobierno español o por cubanos partidarios de la intervención, la culpa recaía en España, responsable de la seguridad del buque, que se encontraba legalmente en puerto y, por lo tanto, la explosión podía convertirse en un pretexto para la intervención.
Portada sensacionalista del diario estadounidense The World, correspondiente al 17 de febrero de 1898.
Entre el accidente y el sabotaje era posible trazar una línea divisoria: si la explosión había sido “interna”, existía la posibilidad de una autoprovocación, aunque era también posible la explicación del accidente como probable causa. De ser “externa “, el acto había sido premeditado y, por lo tanto, la culpa recaía en las autoridades españolas.
Dos días después de la explosión, ante el rechazo norteamericano de formar una comisión mixta para investigar el hecho, los españoles formaron la suya. A esta comisión no se le dio acceso a los restos del buque siniestrado, teniendo que limitarse a explorar, mediante buzos, los alrededores. Esta comisión llegó a la conclusión de que la explosión había sido, con toda probabilidad, interna. Entre sus argumentos estaban el no haberse observado una columna de agua en el momento de deflagración, la ausencia de peces muertos en las aguas de la bahía y el que no se hubiera producido ningún oleaje.
Por su parte, los estadounidenses formaron su propia comisión designándose para presidirla al capitán de navío William T. Sampson. El ambiente político que se había creado en los Estados Unidos no era en nada favorable a una investigación imparcial y objetiva. La denominada “prensa amarilla” no cesaba de publicar artículos, declaraciones y testimonios que configuraban una atmósfera belicista.
La comisión presidida por Sampson se inclinó por explicar la destrucción del navío como resultado de dos explosiones: una pequeña, producida en el exterior, que había desencadenado una enorme, de origen interno. El presidente de los Estados Unidos, William McKinley, en el mensaje al Congreso que acompañaba a las conclusiones de la comisión Sampson, señalaba que la verdadera cuestión era que “España ni siquiera podía garantizar la seguridad de un buque norteamericano que visitaba La Habana en misión de paz”. Y pedía autoridad para terminar la guerra en Cuba, a la vez que solicitaba emplear, para esos fines, a las fuerzas militares y navales estadounidenses. El hundimiento del Maine había cumplido así una función: servir de pretexto a la intervención.
Resulta curioso que tres días después de que la comisión presidida por el capitán de navío Sampson terminara sus labores, este fuera nombrado jefe de la Escuadra del Atlántico Norte, el más alto cargo de mando en la Marina norteamericana, y que unos días después se le designara como contralmirante en funciones, pasando para ello por encima de más de una docena de oficiales que le precedían en el escalafón.
Pero las dudas sobre las causas de la destrucción del Maine continuaron. El ataque más serio a la teoría de la explosión externa provino de las páginas del periódico profesional británico Engineerig. En ellas, John T. Bucknill, experto altamente calificado en minas y sus efectos, refutó las conclusiones de la comisión presidida por Sampson las cuales calificó de absurdas.
Bucknill consideró como la más probable causa original del desastre, la combustión espontánea de una de las carboneras del buque, hecho frecuente en las naves norteamericanas de la época, entre los cuales podrían citarse: la explosión del crucero Missouri en 1885, cuando se encontraba fondeado en Gibraltar; la explosión, en 1891, ocurrida en las calderas del crucero Atlanta: y los incendios de carboneras, que de 1895 a 1897, tuvieron lugar en los cruceros Olimpia; Wilmington y Cincinnati así como en el crucero acorazado New York.
El Maine entrando al puerto de La Habana. Foto: Archivo
Por otra parte, el contralmirante norteamericano George M. Melville, jefe de la Oficina de Maquinaria de Vapor opinó que el Maine había sufrido un accidente. Junto a estas proliferaron otras teorías. Uno de los oficiales sobrevivientes, el ayudante de máquinas John R. Morris, se suicidó varios años después. Sus allegados dijeron que no había podido soportar los remordimientos por saber que la explosión era debida a una falla en los circuitos eléctricos y no a una mina española. En otra ocasión, varios sobrevivientes declararon que en el buque se fumaba en lugares prohibidos, en las cubiertas inferiores.
Tampoco faltaron versiones que culpaban a los seguidores del ex-gobernador y capitán general de Cuba, el tristemente célebre Valeriano Weyler. El cónsul norteamericano en Matanzas declaró que había tenido noticias, dos días antes de la explosión, de un complot para volar al buque y que lo comunicó de inmediato al cónsul en La Habana, Fitzhugh Lee. Este último recibía casi a diario numerosos anónimos y amenazas y consideró que este era uno más.
Transcurrida más de una década, a principios de 1910, el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos comenzó los trabajos para remover los despojos del Maine – que constituían un obstáculo para la navegación- y hundirlos en alta mar. Estos trabajos duraron hasta marzo de 1912 y fueron aprovechados para recuperar los restos humanos que contenía el casco destruido, transportarlos a Estados Unidos y darles sepultura. Además, se formó una nueva comisión investigadora – que tomó más de 500 fotos de los restos reflotados del buque-cuyas conclusiones fueron muy similares a las de su predecesora.
Seis décadas después, en 1976, cuando las relaciones entre Estados Unidos y España eran completamente diferentes, el almirante Hyman G. Rickover, quien era famoso por haber dirigido el proyecto de construcción del primer submarino nuclear norteamericano, formó un equipo de expertos que revisó críticamente la copiosa información obtenida en 1911 y llegó a la conclusión de que la explosión fue interna, planteando varias posibilidades de inicio: incendio en una carbonera, sabotaje, accidente con armas, bomba colocada por un visitante. De ellas, consideraba como más probable la primera, aunque no descartaba las otras. Estos resultados fueron plasmados en el libro Como fue destruido el acorazado Maine. Durante más de 20 años se consideró la explicación de Rickover como un reconocimiento oficial de que la causa de la explosión era interna y de que, por lo tanto, ni España ni mucho menos los cubanos habían tenido que ver con ella.
En 1998, con motivo del centenario de aquellos hechos, se publicaron, tanto en Estados Unidos como en España, documentales, artículos y libros que los trataban. Entre ellos, tuvo mucha difusión el artículo de Thomss B. Allen Remember the Maine? Publicado en la revista norteamericana National Geographic Magazine, donde se exponen los resultados de un estudio realizado por una empresa dedicada al diseño de buques de guerra para la Marina estadounidense. Utilizando modelos computarizados, los ingenieros de dicha empresa, partiendo de la información recopilada por la junta de 1911 –decía el artículo-, llegaron a la conclusión de que las averías detectadas en el buque pudieran haber sido causadas bien por una explosión interna, bien por una externa.
El autor del artículo tomó partido por la posibilidad de que la causa haya sido externa. Este proceder aleja la posibilidad de responsabilidad de los norteamericanos, colocándolos en el papel de víctimas y a partir de ello resucito las viejas versiones que culpan a españoles fanáticamente antinorteamericanos o a cubanos partidarios de la intervención. Respecto a los primeros, los argumentos de Bucknill y de Melville primero y de Rickover después, los exoneran. Quedaban pues los cubanos como presuntos autores.
Un análisis histórico objetivo refuta completamente esta hipótesis.
En primer lugar, el objetivo de la lucha de los cubanos era la independencia de España, no la intervención norteamericana, que en la práctica significaba un cambio de dueño.
En segundo lugar, el terrorismo no era método de lucha de los independentistas cubanos.
Tercero, ¿resulta lógico destruir un buque de guerra de un país presuntamente aliado?
Cuarto, en caso de que los cubanos hubieran intentado el hecho, estos hubieran tenido que haber vencido una gran cantidad de dificultades prácticas, que van desde el dominio de la técnica de la construcción de minas y la de contar con medios de conducción adecuados o con nadadores o buzos muy bien entrenados, hasta la de mantener el más absoluto secreto y enmascaramiento para no ser detectados ni por las autoridades españolas ni por la vigilancia del propio buque.
Quinto, de haber sido cubanos los autores, conociendo el fraccionamiento político que tuvo la causa independentista después de la intervención norteamericana, y teniendo en cuenta que un complot de tal naturaleza necesitaba el concurso que necesitaba de los esfuerzos coordinados de un grupo de personas, ¿es de esperar que ninguno de los comprometidos cometiera alguna indiscreción?
Razonando así, arribamos a la conclusión de que la hipótesis de la explosión externa, aunque posible en teoría, tenía pocas posibilidades de realización práctica.
Queda pues, la posibilidad de la explosión interna la cual pudo ser accidental o provocada. La primera variante, como hemos visto, fue estudiada exhaustivamente por el almirante Rickover. La segunda no puede descartarse, dado el interés que los círculos imperialistas estadounidenses más agresivos tenían en precipitar el país a la guerra.
En todo caso, cualquiera que haya sido el origen de la explosión, lo que ha dado trascendencia histórica al desastre del Maine ha sido la manipulación de que fue objeto para convertirlo en pretexto de intervención en el conflicto hispano-cubano.
La explosión del Acorazado Maine en 1898, un clásico de la mentira para justificar la intervención de EEUU en la Guerra Hispanocubana. Ilustración: Aldo Cruces/ Dominio Cuba
Monumento a las víctimas del Maine, en el malecón habanero. Desde 1961, sin el águila, pues en medio del júbilo popular, los revolucionarios derribaron el símbolo estadounidense. Foto: Archivo.