La mañana que conocí a Félix Isasi, él llevaba puesto un pullover con los Toronto Blue Jays. A los 77 años no deben quedarle del béisbol más camisetas que esas de equipos en los que le hubiese gustado jugar. Al lado, en la sala de la casa, tiene varios reconocimientos: trofeos, la llave de la Ciudad de Matanzas, portadas periodísticas dedicadas a él y varias medallas, no todas, porque algunas las robaron de la casa de su madre. En ese pequeño estante hay fotos de “Los tres mosqueteros” y no me cuesta distinguir, entre tres jóvenes atléticos, al señor frente a mí.
Mientras mirábamos algunas instantáneas, agarró una.
“¿Tú sabes que a nosotros nos decían Los tres mosqueteros, no? Jaja. Ese fue Bobby Salamanca, el que nos puso así. Todo nos salía bien, coño. Todo“.
Detrás del humilde rincón de la fama, Isasi guarda unos cuantos papeles enrollados en los que está escrito el curriculum vitae. En la hoja inicial dice la dirección de la primera casa donde vivió (a pocas cuadras del lugar donde reside actualmente), fecha de nacimiento (en 1945, apenas unos días antes de firmarse el pacto que finalizó la Segunda Guerra Mundial) y más abajo, después del epígrafe “Trayectoria Deportiva”, sus logros. Me sorprende el hecho de que debutara en Series Nacionales en el 64, con tan solo 19 años, en el equipo Occidentales.
—Oiga, Félix, ¿usted me puede contar cómo fue lo de la bola escondida en Cartagena?
En ese momento rió y soltó carcajadas como solo puede hacer alguien que está orgulloso de sus travesuras.
“Estaban la pez rubia y la pelota, entonces cojo la pez rubia y la tiro a Hurtado, el pitcher. Yo me quedo con la bola, pero él la frota como si tuviera la pelota dentro del guante. Cuando voy para la segunda base le digo a Iván Davis (árbitro cubano): “Iván, tengo la bola”, pa que no parara la jugada. Ya cuando estoy en segunda, que el americano se despega, cojo y lo tranco. ¡Out! Del carajo fue eso. Después la gente me preguntaba cómo le iba a gritar eso al árbitro, y les respondía: “Caballero, los americanos no hablan español“. Jajaja…
Félix guarda el legajo de papeles y nos sentamos en dos butacas cercanas a la puerta. Con toda la vida a cuestas, está convencido de que, si otra vez tuviera la oportunidad, sería pelotero. Desde pequeño iba a los entrenamientos que daba Rafael Junco a un grupo de chiquillos en las Ruinas de Matasiete.
Del entrenador, cuenta que lo que más sentía hacia él era devoción. El niño Isasi confiaba en aquel hombre mayor, también pelotero, más que en cualquier otra persona. Como eran vecinos de la misma calle, en ocasiones comían algún dulce casero en las noches, y durante esas veladas Félix escuchó desde la habitación contigua cómo Junco le comentaba a otra persona que “el muchacho va a ser tremendo peloterazo”.
A partir de ahí, el prospecto duplicó esfuerzos.
—Chico, eso me dio tremendo empujón, saber de esa fe en mí. Comencé a hacer cualquier cosa: hasta barras para ver si crecía un poco.
—¿Y creció?
—¡Nooo, qué va! Me quedé chiquito. Jaja. Pero bueno, sí fortalecí todo el tren superior.
Lamentablemente Junco murió al poco tiempo que Isasi se dedicara profesionalmente al deporte y no alcanzó ver ni la mitad de los logros.
A Félix ya no le gusta dar entrevistas. Dice que me aceptó porque soy un periodista joven. Dice sentirse desatendido por parte de las instituciones. Cuenta que ocasionalmente va a las entidades deportivas para exigir una respuesta a sus demandas y siempre le responden con evasivas.
“Ya no escondo la bola: ahora me la esconden a mí”.
Hace apenas un año, Isasi sufrió una isquemia transitoria y pasó varios días en el hospital. Nadie lo visitó, ni atendió, salvo amistades personales. Esto marcó un fuerte contraste con su accidente automovilístico en el 83, tres años después de retirarse, cuando notó mayor preocupación y atención.
“Pero bueno, no importa. Tengo lo que tenía que tener: un pueblo que me quiere, y a donde llego, una cola o cualquier cosa, todo el mundo me saluda y me habla. Aquí al lado —señala para la dirección del Estadio Palmar de Junco– voy a veces a ver a los muchachos jugar y ellos suben para las gradas cuando me ven. Eso se agradece y es muy bonito”.
Félix Isasi, que ahora vive en una modesta casa en el barrio Pueblo Nuevo, conoció en varios momentos la gloria mundial. Durante once períodos consecutivos resultó integrante valiosísimo de aquel equipo Cuba también poderoso. Jugador estrella en la final del mundial Cartagena 76, con la famosa jugada de la bola escondida. Obtuvo resultados increíbles, teniendo en cuenta su constitución física. Ganador en campeonatos mundiales y centroamericanos. Sin embargo, no estuvo incluido en la selección de los “Cien atletas del siglo XX en Cuba”.
“¡Ah, mira, eso mismo! ¿Tú ves? ¿Qué más tenía que hacer, chico? Dime, ¿qué más? Esas son cosas que le duelen a uno. Pude haber jugado en cualquier equipo allá afuera y, sin embargo, me quedé”.
Regresaba a Cuba ante todo por su madre, mujer muy revolucionaria. Estaba seguro que ella no lo perdonaría si decidía jugar en las Grandes Ligas.
“Yo no hubiera podido vivir millonario y a la vez consciente de que mi mamá se mató aquí por culpa mía. Yo veía por los ojos de ella”.
Tal vez si Félix hubiese jugado en los Milwaukee, su equipo preferido en aquel momento, o en los Yankees, todo fuera diferente para él. No pasaría tanto trabajo para adquirir las piezas de su carro, ni tendría que afrontar el robo de una parte de sus medallas. Viviría en una lujosa mansión, millonario, como él mismo afirma. Sin embargo, decidió quedarse.
Dice que “tiene lo que tenía que tener”: el respeto de las personas en la calle, su matrimonio de más de cincuenta años con Ana Gloria.
Flaco, empequeñecido por la edad, ya no juega segunda base, no le esconde la bola más que a unos cuantos periodistas. Sus días pasan similares unos a otros: un poco de ejercicio al despertar, trámites en la mañana, almuerzo y siesta por la tarde; luego, comer y dormir. La fama, la gloria, también duermen con él.
(Por Erick Hernández Pino, estudiante de Periodismo)
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