Sobre películas como Los Fabelman los críticos no deberíamos opinar. Son tan íntimas como las fotos de un álbum de familia, o un autorretrato que el artista comercializa porque, al fin y al cabo, es su trabajo y tiene que darle de comer, pero donde quizás ha resaltado más que antes sus arrugas, lo fruncido de su ceño y más años y humildad en su mirada: es pura expresión interior, un producto en paz con su creador antes que con las masas.
Steven Spielberg se ha autorretratado no en la dirección de un espejo, sino de cara al horizonte en plano general, observando a través de su cámara ese vasto paisaje, acechado a derecha e izquierda del fotograma, como los indios a los jinetes blancos de su admirada Centauros del desierto, por los inevitables críticos que no podemos resistir la tentación de invadir el terreno sagrado de tan personal película.
Quizá porque, avivados por talentos como el suyo y también por sus errores, por sus aciertos y sus despropósitos, muchos nos hicimos lo que somos con tal de tocar el séptimo arte, por más leve, engañoso, distante o enfermizo que sea el roce, gracias a gente como él.
Los Fabelman es, en explicitud, la quintaesencia de la función vocacional que cumple su cine, el cual, aparte de tratar de sueños y fantasía, hace realidad el sueño de convertir al aficionado en artesano, luego en artista, y propaga la fantasía de que tanta brillantez está al alcance de cualquiera capaz de manipular el artefacto de los Lumière.
Más que de Ford, en este coming-of-age donde la sugestión del celuloide supera en importancia al despertar de las hormonas, noto la huella evidente de Truffaut, poco sorprendente si tenemos en cuenta la participación actoral del cineasta galo en el primer Spielberg post Tiburón; el establecimiento de un alter ego en la piel de jóvenes intérpretes, la captura en momentos clave de un complejo crecimiento físico-emocional y los entresijos de la pasión cinemaniaca hacen de este trabajo una suerte de combinación de Los cuatrocientos golpes y La noche americana, sin mayor influencia en la construcción y desarrollo de la historia o en la puesta en escena.
No obstante, cuánta suerte supone que, como al final de La noche americana, donde no sabemos si la película que ruedan acabará siendo buena o no, aquí tampoco sabremos si Sam Fabelman será buen cineasta o no cuando llegan los créditos, aunque sugiera lo contrario la espléndida escena de rodaje de un experimento bélico tan falso como enternecedor, del que obtiene algunos planos magistrales; lo importante ha sido el transcurso en sí del proceso y el contagioso amor al medio.
Lo que posee de autobiografía este proyecto no es esa historia de familia rota, da igual si fielmente recreada o respetuosamente ficcionalizada, ni la de un incomprendido realizador amateur. Los retazos de vida están en los detalles agregados al margen de una trama secuencial y lógica, esos que aparecen en un comienzo para tomar sentido posteriormente; se ejemplifica en el poster de El hombre que mató a Liberty Valance, inicialmente visto en las afueras de un cine hasta que reaparece un par de años más tarde, como un atajo visual, apelativo a la memoria emocional, para expresar la admiración que Sam/Steven profesa al viejo Ford.
No importa o emociona tanto idear la posibilidad de que el Spielberg “real” imitase este o aquel clásico de su maestro, o que el encuentro entre ambos fuese tan retroalimentativo y stevensoniano como el mostrado en pantalla: en la memoria del espectador solo quedará la evidencia, sobria, medida y pasada por guión, de cuánto ha admirado un autor a otro.
Tampoco que su primer intento de matrimonio acabase frustrado del modo en que se narra, si es que existió en similar etapa, que es lo de menos, sino cómo impacta en el personaje. Ni que el primer largometraje que vio fuese la colosal: El espectáculo más grande del mundo, tal vez una opción simbólica para representar la grandeza y necesidad de la profesión homenajeada.
El film depende más de cómo se retiene la realidad que de la realidad en sí misma, inteligente manera de asumir que el cine no debe imitar la vida, más bien al contrario, y totalmente opuesta a anteriores obras suyas, como The Post, que de tan explicativa y manipuladora resulta vacua y, de tan intensa, mojigata.
Con Los Fabelman se aprende, o se rememora, cuánto puede modificar un resultado conjunto la decisión de incluir o no determinado plano; prolongar o no la duración del mismo para transmitir una emoción; mantenerlo en seguimiento del actor o dividirlo en la sala de montaje; la importancia de distribuir en su composición a los distintos integrantes en orden jerárquico y sin superposición confusa, ya que al fondo de un encuadre donde juegan unas niñas puede aparecer una pareja de amantes secretos en flirteo, cambiando la intencionalidad primaria de esa imagen y potenciándola con una fuerza de la cual carecía, que no se puede obtener ni de la más milimétrica planificación con horas de atraso, en devaneo de sesos bajo el sol.
No en vano es Spielberg un director intuitivo, fuera de academia, y a ello debe la frescura tan imitada que asociamos a su sello personal: elipsis ingeniosas, facilidad para situarnos tras dos o tres planos en una situación con todas sus implicaciones, esa habilidad endiablada para cruzar del drama a la comedia y viceversa…
Si bien comparto con él –y la historia es testigo de cuán peligroso es hacer caso de los cineastas, quizá quienes más tienden a contradecirse de una entrevista a otra sin que nos dejen mayor honestidad que la que vuelcan en sus trabajos–, su criterio de que ha sido más personal en las grandes producciones de apabullante espectáculo que en otras orientadas a lo “serio”, en este caso hay tanta coherencia entre el Spielberg temprano y el posterior que, sin lugar a dudas, podemos afirmar que es su película más cercana, reveladora y personal desde Hook (1991).
El mal llamado Rey Midas de Hollywood se despoja de sus atavíos y se agacha humildemente para regalarnos otra historia bien contada. Esa capacidad es su mayor, y nuestra, mayor riqueza.