Ceiba Mocha sentida por mí

Un simple olor o la melodía de una canción te pueden jugar una mala pasada, halarte los pelos y hacerte recordar. Y el recuerdo casi siempre viaja inseparable de la nostalgia. Y la nostalgia casi siempre se lía con la tristeza. Y los tres producen una orgía de sentimientos; y cuando esto sucede a uno no le queda más remedio que escribir algo como desahogo.

Más aún cuando en una mañana cualquiera una simple mención provoca que tu mente viaje hasta cierto lugar, y decides buscar esa fotografía que conservas para confirmar la exactitud de tus remembranzas. 

Así me acaba de suceder con Ceiba Mocha. Aún percibo los olores y melodías de aquel paraje, que despiertan mis recuerdos, nostalgias y tristezas por mis años de estudiante en aquel poblado.

Ubicado al noroeste de Matanzas, se yergue, imperturbable y soñoliento, a orillas de la Carretera Central de camino a La Habana. Allí pasé 12 meses que quizá no estremecieron al mundo, pero sí me cambiaron a mí.

El preuniversitario se llamaba Horacio Rodríguez. La edificación era similar a los miles de centros estudiantiles construidos en el campo, del tipo de construcción que se dio en llamar Girón, caracterizada por dos bloques que se comunicaban por un pasillo central y otro aéreo. En el primero se ubicaban las aulas y en el posterior los dormitorios.

Desde mi llegada tuve una sensación extraña. Todo distaba mucho de las escuelas que había conocido en el Plan Citrícola de Jagüey Grande, con sus extensos naranjales, que podían resultar monótonos a la vista. En cambio, la nueva escuela me produjo muy buena impresión por el paisaje imperante.

El edificio se ubicaba en una llanura flanqueada de incipientes elevaciones. A lo lejos se distinguía la Loma del Pan, y a muy poca distancia de esta el Palenque. Luego supe que lo de poca distancia era una ilusión óptica; mas, desde mi punto de observación permanecían junticas. Este no era otro que un amplio ventanal del dormitorio sin una ventanilla sana, pero a nadie le disgustaba esta situación, porque nos regalaba una vista envidiable del lugar.

En mis ratos libres y durante varios turnos de clase, me dio por conocer todo el territorio, con ínfulas de explorador. Visité los ríos del lugar, las cuevas, las aves. Hasta hice el amor en más de un recodo del monte, con la magia y el saltico en el estómago que uno siente cuando es adolescente y descubre el sexo como algo misterioso y subyugante.

A clase fui poco; en cambio, puedo recorrer con los ojos vendados cada centímetro del lugar. Incluso ahora, cuando los cierro, creo sentir el olor a tierra mojada tras la lluvia.

Me fascinaba caminar por la línea férrea, a pocos kilómetros de la escuela, y hallar poblados pequeños donde la vida transcurría como detenida. Más de una vez, siguiendo el sonido del agua, hallamos pocetas en el río que nos atraían, como seres sedientos, a un refrescante chapuzón, sin importar que el uniforme se humedeciera.

En uno de esos paseos asistimos a la filmación de una película. Si mal no recuerdo, se titulaba Pata Negra. Con cierta fascinación presenciamos todo el andamiaje tecnológico de una producción de ese tipo, que contrastaba con la presencia de una locomotora del siglo XIX que formaba parte de la historia.

En aquellos tiempos fui feliz. Esa felicidad que regalan la despreocupación y las buenas amistades, alejado de todos los sinsabores que la vida te va arrojando y que es el precio de crecer, de ser adulto.

Quizá por eso me siento tan a gusto en el campo. Solo allí me reencuentro con esa sensación de irreverencia, donde puedes gritar y tu grito se pierde en la inmensidad. Esa libertad la sentí más de una vez en Ceiba Mocha.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

2 Comments

  1. Arnaldo, que bella historia, parece que realmente ese rincón tiene algo que inspira esos sentimientos, yo fui de los alumnos que inauguramos esa escuela en el ya lejano 1975 y tu descripción coincide totalmente con la que recordamos nosotros, la magia de ese lugar aún nos mantiene unidos a el.
    Gracias por compartirlo.

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