“Aproveché cada pedacito de tierra que ves aquí para sembrar. Tengo yuca, ajo, tomate, cebolla, maíz, plátano, mango, aguacate, manzanilla, tilo, jengibre, guanábana y naranja”.
Al tiempo que Jesús José Agustín Estrada Rolo, de 64 años, se empeñaba en mostrarme la diversidad del huerto, yo imaginaba el estado de aquel lugar antes de que él decidiera transformarlo. En mi mente estaba un terreno vacío, como tantos que hay en la Isla, con bultos de basura dispersos, algunos trastos olvidados.
“Esto lleva pincha, pero no tanta como se pudiera creer. Riego las plantas con poca agua, jarro a jarro, sin manguera, y mira lo grande que están; pero eso sí, hay que ser consistente y dedicarle un rato todos los días.
“A mí nadie me ayuda a trabajar directamente en el huerto, pero si necesitara algo sé que puedo contar con los vecinos. A todo el que viene aquí a pedirme un poquito de manzanilla, un ajo para sazonar la comida o un par de plátanos para reforzar, se lo doy sin cobrar nada. Siempre estoy en la mejor disposición de hacerlo, porque el que da recibe; eso es ley”.
Al costado del edificio que hace esquina por la calle San Gabriel, entre Jáuregui y Jesús María, crece el modesto sembrado que, pese a no resolver el tema de la comida, aligera la carga sobre los bolsillos del barrio.
Mientras hablaba, se frotó las manos y miró orgulloso lo que había logrado levantar en apenas seis meses. Le pregunté la razón que lo llevó a pedir ese espacio para sembrar y el semblante le cambió; de repente su mirada reflejó un miedo latente.
“Yo era un hombre que no paraba de trabajar; fui custodio, chapeaba patios, hice albañilería y lo que apareciera. Realmente no descansaba lo suficiente y el día menos pensado mi cuerpo me lo cobró. Tuve el infarto en el 2012, quedé tirado en la acera. Me auxiliaron tres estudiantes de Medicina que pasaban de casualidad por ahí y me recogieron. Después de eso me recuperé bien, pero me quedó un dolor raro en el pecho. Para aliviarme, mi hijo me recomendó practicar Tai Chi.
“El Tai Chi realmente me salvó, pero me faltaba algo, necesitaba enfocar mi energía, sentirme útil y así fue como se me ocurrió la idea del huerto. Todas las tardes vengo para acá, atiendo mis plantas, que son de lo más agradecidas, y me relajo”.
Puede que me hubiera cruzado más de una vez con Jesús en el René Fraga, mientras él y su grupo practicaban ejercicios por la mañana. Sin duda, es admirable saber cómo decidió aferrarse a la vida y recuperar su salud.
“Si este pedacito de tierra me rinde bastante, te imaginas todo lo que pudiera hacer el que tiene un terreno un poco más grande. Lo que hay es que trabajar con amor, deseo, y verás que la tierra lo agradece y da frutos. Es un intercambio de energía positiva”.
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