El cerebro es el almacén de la memoria donde acumulamos recuerdos como cajas con una advertencia de contenido frágil: uno encima del otro, uno al lado del otro, hasta que se acaba el espacio y desechamos los más leves y nos quedamos con los imprescindibles.
Estos últimos pueden ser puntos de giros como el nacimiento de los hijos o cuando te echaste a llorar en el aeropuerto cuando el avión recogió el tren de aterrizaje y se perdió cielo azul arriba. También pueden ser intrascendentes, o por lo menos intrascendentes para otra persona que no seas tú, la textura de un apretón de manos, un chiste verde encima de un islote colchón. No obstante, ambos con igual fuerza definen quién eres o quien serás.
Hay otro tipo de recuerdos que cargas contigo a dónde vayas, indelebles, porque no los llevas por dentro, escondido en ti, sino por fuera, a la vista de los espejos: las cicatrices. Poco a poco, con el transcurso de los años nos llenamos de heridas que fueron sangre, después postilla y luego anécdota.
Te preguntan por ese rasgón en el codo y tú te lo miras y de repente estás encima de una bicicleta china Forever a la que duras penas llegas abajo. La haces avanzar como bailarina, porque debes colocar los pies en punticas para poder alcanzar el pedal. Atrás tu hermana o tu padre aguantan la parrilla hasta que te sueltan y gritan “Dale que tú puedes solo”.
Te sientes libre, como si el mundo fuera una pelota de squeeze en tu mano, hasta que pierdes el equilibrio y ruedas por el piso. Todo ello, el ardor, el olor a mercurio de la sangre, el silbido de la rueda que aún gira mientras tú lloras, cabe en cuatro centímetros de piel.
Hay cicatrices que nos son comunes a todos. El pequeño hueco a la altura del hombro de la vacuna al nacer, tan grandes o tan pequeñas como bueno el pulso de la enfermera. Esa es la primera marca, la línea primigenia, al que luego se incorporarán otras y otras, y el dibujo nunca se completa del todo hasta que sencillamente se termina el tiempo.
Hay madres que los hijos por cómodos no quisieron abandonar el vientre y hubo que practicarles cesárea y ahora lucen una raya en el abdomen que es símbolo de vida. Otros hubo que extirparles el apéndice y cuando se levantan el pulóver observas la línea por donde cortó el bisturí. Cuando sentí los primeros dolores pensé que era hambre, te cuentan, y a la distancia del sobresalto sonríen, aunque sepan que una parte suya, aunque sea un apéndice, ya no está.
Están los adolescentes que no podían comer mantequilla o chocolate por miedo al acné y siempre había un padre atrás con la letanía de “No te vayas a apretar un grano que se puede infectar” y que ahora, años después, lo recuerdan cuando con la punta de los dedos recorren sus mejillas.
Existen quienes sus fobias las tienen a flor de piel. Conservan en la pierna aún las marcas de los colmillos del perro cuando entró a aquel patio, aunque el cartel dibujado en un pedazo de zinc con pintura roja decía “Hay perro”; y ahora cada vez que visitan una casa y escuchan un ladrido, el tiempo se aprieta y retrocede, y la cicatriz se transforma en mordida y en susto de nuevo.
Otro se aparta el cabello para dejarte observar en la base del cráneo un cráter blanco. Te cuentan que ocurrió el día que quiso saltar de un muro a un techo cercano y que no lo logró por poco. Terminó en el suelo con la cabeza recostada a un charco de sangre o por lo menos eso le dijeron, porque quedó inconsciente del golpe y despertó en policlínico horas después. Desde entonces cada vez que sube a un segundo piso la realidad le da vueltas, desde entonces el vértigo lo acompaña a donde vaya.
Todos los recuerdos no son placenteros, pero sí historia vital. Nuestra piel es un mapa corporal, uno que la leyenda del mismo solo la conocemos nosotros.