A veces le damos demasiada importancia a determinadas cosas sin las que, por endebles, deberíamos aprender a vivir, desde el mismo instante en que llegan a nuestras vidas. Nos serviría de coraza ante la ausencia definitiva.
En una ocasión le preguntaron al cineasta cubano Enrique Pineda Barnet cómo había aprendido a vivir entre las carencias que marcaron su vida. Poético y certero, respondió que aprendiendo a prescindir.
Las personas suelen aferrarse a los bienes materiales como si se tratara de la esencia misma de la existencia humana. Van dilapidando cada día de su vida, deteniéndose en las tantas cosas que les faltan, sin apreciar las que poseen, como bien destacara cierta vez el poeta Antonio Machado.
La verdadera libertad del individuo le llega cuando entiende, muy tarde ya, que al final de sus días solo necesitará el consuelo del afecto; todo lo demás pierde valor. Pero en la plenitud de nuestras fuerzas nos desgastamos en acopiar más artículos que buenas acciones.
El ser humano debería contentarse con aquello que adquiere del sudor honesto, aunque no siempre satisfaga todas sus necesidades. En ese debate ancestral, que ha signado nuestro devenir, se han destruido civilizaciones enteras, ante la impudicia de esos mortales que eligen el saqueo para adueñarse de las posesiones del otro.
Desde entonces ha llovido copiosamente, y sobre las tumbas de tantos oprimidos que perecieron víctimas de la conquista se han erigido naciones. Mientras, el egoísmo y el despojo siguen tirando de las ansias de muchos en ese afán de enriquecerse sin miramiento alguno.
Aunque los tiempos sean otros, los egoístas prevalecen dictando la pauta, lo mismo desde un buró que bajo el manto oculto del mercado negro. El individualismo y la necesidad de desfalcar continúan espoleando generaciones. Da lo mismo si es un directivo corrupto o un negociante inescrupuloso, se trata siempre de lucrar a costa de la necesidad de las personas.
Luego los vemos orondos y jactanciosos, mostrando sus opulencias. Puede suceder que estas encandilen a los que, presas de la fastuosidad, convierten en paradigmas a estos magnates de nuevo tipo.
Al parecer, la batalla pudiera resultar inútil, porque vale más aparentar que ser. Ahora más que nunca nos enfrentamos a la dura porfía, cuasi filosófica, acerca del “ser o tener”.
En un contén de barrio, las nuevas generaciones apenas dedicarán unas palabras a esa persona que de tanto estudiar dejó un poco de sus ojos en las hojas amarillentas de sus libros. Asimismo, tampoco hablarían del Martí con zapatos agujereados y saco derruido por el tiempo.
Hoy el referente es ese individuo vestido con el último grito de la moda, que rinde pleitesía a la homogeneización. La propia individualidad muere para hacernos formar parte del mundo donde todos se visten igual que aquel mal músico, al que siguen millones en una red social.
No podemos esperar que la madurez un día cualquiera retorne a estos jóvenes al camino de la sensatez. Las personas han de valorarse por lo que aportan a la sociedad. No se trata de convertirnos en ascetas y obviar el progreso. El desarrollo de la humanidad y sus logros nos han permitido prolongar nuestra existencia. Lo contradictorio recae en que no disfrutamos de una libertad total; somos presas del mercado y el consumismo, desechando valores que nos hacen especiales, como la honradez.
Sé de muchos que de acumular buenas acciones van por la vida henchidos de gozo, a pesar de las carencias. Esa, para mí, es la más admirable de todas las riquezas.