En la lengua del cubano, lo cheo constituye una categoría especial. No se aplica solo al vestuario, como cuando vemos en una función de ballet un tipo con unas dupé y una pescadora, y nos decimos que “la gente no tiene noción del momento histórico”. Lo cheo trasciende lo estético y lo histórico. Lo usamos para referirnos a aquello que rompe con el sentido común, las normas de convivencia nunca escritas pero por todos aceptadas, de habitar en esta Isla con sus pros y sus contras. A lo cheo, aunque le pongas un poco de amor, nada le cambia. El cheo es cheo y ya.
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Cheo resulta no advertirle a alguien que la llama de la fosforera, en el caso de los fumadores, está alta para ver cómo se quema las cejas, o no llamarle la atención a alguien cuando tiene los cordones desabrochados para reírnos con el boniato próximo. Cheo es llegar a un lugar donde limpian y coger por el mismo medio y no por la orillita, y que te miren como si quisieran romperte el trapero en la cabeza.
Cheos son los carros estatales que no cargan en las paradas, sin importar que vayan vacíos y a sabiendas de que el transporte a veces parece una película de terror —porque no hay nada más terrorífico que esperar y esperar—, porque “le pueden ensuciar el forro de los asientos”. Cheo es ofertar medicamentos para el corazón en los grupos de compra y venta a cinco veces su precio; con la salud no se debería comerciar.
Cheo es limitarte a dar un abrazo al amigo con el que te reencuentras después de 10 años, por culpa de los aeropuertos y la vida, porque “eso no es cosa de machos pelo en pecho”, y pensar que con un apretón de manos es más que suficiente para compensar la lejanía. Cheo es hacer un desfile de moda y colocarle en un taparrabo a un modelo un oso de peluche y a otro un bloque de cemento en la cabeza. Cheo, para mí, constituye el padre que cansado del trabajo se tira a la cama con zapatos y todo y no dedica cinco minutos para jugar a ser el gigante de las siete leguas o el ladrón o el superhéroe para su hijo.
Cheo es quien, cuando se hace una ponina, se pone bravo con el que no pudo aportar nada porque “este mes anda arrancado”, pero sabe que el otro en más de una ocasión se ha hecho el haraquiri financiero por el bien del piquete. Cheos son quienes lanzan piedras a los perros callejeros o a los gatos que reinan en los tejados, por el simple placer de verles el miedo en los ojos. Cheos son los hombres que no diferencian una mujer de una lámpara, los tiburones de esquina, los cazadores de las praderas del asfalto, para quienes el amor se mide en kilómetros de colchón.
Cheo es el que no entiende que el cansancio a todos nos toca y hoy quizás no estoy para ti. Hoy quiero estar solo en la sala oscura de mi mente, pero mañana te llamaré y te diré “repite toda esa bobería de ayer que me encanta”. Cheo es el burócrata que juega con tu tiempo, cuando tú no estás para ese juego, porque en ese papel que para él es rutina, para ti es techo y sustento.
Cheo es quien se burla de quienes escuchan una canción y se emocionan y cantan pedazos a raja voz, aunque no sepan cantar, aunque no se sepan la letra y solo les nace algo parecido a una jerigonza. Cheo, como diría Martí, es quien se va a la cama sin haber aprendido algo nuevo. Cheo es no tener los timbales para marcar a ese número, tragarte todo ese orgullo insano tuyo, y decir “discúlpame, sé que me equivoqué”.
A veces, nos sale el cheo, aunque no queramos, porque las circunstancias no nos ayudan, porque el mundo no es siempre un Parque Inflable, donde te dejas caer y sabes que amortiguarás la caída; a veces nos golpeamos bien duro contra la realidad. No obstante, nunca está de más ser una mejor persona, con más alma que egoísmo.