Cuando descubrí la obra de Jesús Orta Ruiz era apenas una niña, sin embargo fue un acto de amor “a primera lectura”. Las mayores virtudes que distinguen sus versos son la capacidad de deslumbrar, de adentrar los sentidos en una conmoción de sentimientos, evocaciones, rimas.
Desde su génesis en San Miguel del Padrón, entre las raíces españolas y las señales cubanísimas del paisaje, hasta su talento precoz, su perseverancia y su voz de una cadencia inconfundible, la existencia de Naborí está marcada con un misticismo propio del poeta que no vive solo para sí, sino que se funde en la identidad y el lirismo de una nación.
Lea también: Jesús Orta Ruiz, «la trascendencia de un poeta»
El día que todos los niños del mundo tengan zapaticos blancos
Numerosas han sido las expresiones con que han intentado definirlo: coherente, comprometido, perseverante… Lo cierto es que su dimensión escapa de un único término, al punto de que cada lector logra construir su propia imagen del hombre sensible que nos interpela desde la metáfora.
La presencia de Jesús Orta Ruiz cambió el rumbo de la décima en la Isla. ¿Cuál hubiese sido el destino de esta forma estrófica sin su huella considerada como un “parteaguas”, una renovación que le otorgó rango de perpetuidad a la espinela y la llevó a los escenarios citadinos sin despojarla de su dulce sabor a guayabera, monte y arado?
En su legado octosílabo la paradoja y la sinestesia son figuras retóricas que nos convidan a redescubrir el mundo. ¡Cuán extraordinario resulta que precisamente quien sufrió las sombras en sus pupilas tuviese una visión tan preclara de la belleza y el alma! Podría decirse que nos enseñó a ver “desde un mirador profundo”.
La singularidad de su obra se extiende más allá de los diversos metros que desarrolló con absoluta destreza, también la encontramos en el amplio espectro temático abordado. La mano que nos mueve al llanto evocando la trágica muerte de su primogénito (“Adónde fuiste, ángel mío, / en la última travesura? / Tal vez quiso tu ternura / mudarse para el rocío. / Te fuiste como en el río / un pétalo de alelí; / y has dejado tras de ti / una estela de cariño, / recuerdo que, como un niño / sin cuerpo, va junto a mí”) es la misma que no teme asumir la poesía como un encargo de la Patria.
A través de la sección “Al son de la historia”, el poeta demostró que era posible realizar un verdadero periodismo en versos y, frente al recelo de otros creadores que consideraban como un riesgo asumir esta misión, cultivó durante cinco años una “selva de versos” donde “muchos se resistieron a morir” y llegan hasta nuestros días como un tesoro compartido por diferentes generaciones de cubanos.
Es imposible recordarlo sin aludir a su vínculo con Matanzas. En la memoria queda su paso por diferentes municipios al calor de las canturías; la amistad entrañable con nuestra Carilda Oliver Labra; su presencia y aportes a la Universidad matancera; y la Casa Naborí que, bajo su seudónimo, se transformó en un hogar donde se fraguaron grandes repentistas y se consolidó la tradición campesina.
Este 30 de septiembre celebramos el centenario de un autor imprescindible que en 1995 mereció el Premio Nacional de Literatura. No obstante, me niego a recordarlo desde una remembranza fría o protocolar. Pienso en Naborí y vienen a mi mente sus fotografías sosteniendo la mano de Eloína, la mujer que se convirtió en sus ojos; el rostro conmovido de sus hijos Jesús, Fidel y Alba cuando evocan al querido “viejo” cubierto de canas, que balancea rimas en el sillón de madera torneada; o las anécdotas de María E. Azcuy Rodríguez, quien también tuvo la dicha de ser su brazo derecho en el camino de la creación.
Bajo el mito construido por su popularidad habita el hombre de carne y hueso, a veces despistado, de carácter firme y noble, el amigo que convirtió su casa en una especie de refugio espiritual.
A Jesús Orta Ruiz, el Padre de la décima cubana, le debemos mucho más que una lucha contra la desmemoria. No existe mejor manera de reverenciarlo que acercar su estrofa al sentir de los jóvenes, y salvaguardar las peñas campesinas para que no se pierdan producto de la indiferencia.
Por Naborí hoy Cuba despierta en diez versos y, si aguzamos bien los oídos, podremos escucharlo aún “cincelando en la eternidad, a golpe de poesía, la piedra que la vida le entregó en su taller difícil, donde jamás renunció al ‘dorado sueño’ de darle la forma artística perfecta”.