El pedraplén, no tan angosto como irregular, hace de la excursión una aventura de indescriptible belleza y singularidad, como salida de un cuento del gran Horacio Quiroga.
La rústica arteria corta sutilmente una parte del Parque Nacional Ciénaga de Zapata para adentrase en las Salinas de Brito, lugar que cuenta con los marismas más bellos de toda la región, donde las aguas albergan una vasta vida y en la que los manglares adornan caprichosamente las lagunas de agua salada que enriquecen de nutrientes -provenientes de toda la vertiente norte-, a la mítica Bahía de Cochinos y los mares contiguos.
Bastan solo unos veinte kilómetros de recorrido para asegurar que se ha visitado un santuario de la naturaleza en Cuba, un refugio de incalculable valor para los que aman y pretenden legar a las futuras generaciones este maravilloso espacio.
Al transitar los espesos bosques, por los doce kilómetros iniciales se tiene la impresión de encontrarse en un camino sin fin, sin embargo, a cada movimiento de un ave, reptil o la fabulosa presencia en ocasiones de perros jíbaros la parada se hace obligatoria.
Se olvidan de inmediato, ante tanta perfección, las altas temperaturas, la hipersalinidad y cuanta hostilidad, característica de estos lugares, pueda sofocar al visitante; estupefacto y deseoso cada vez más por encontrase con el animalito más solicitado, el más carismático y curioso para la inmensa mayoría: el flamenco.
Y, cuando se cree que nada cambiará de inmediato, un cordón rosado se impone ante los ojos de todos en las primeras lagunas. Extensos grupos del ave más grande de Cuba forman una cadena ininterrumpida hasta donde el ojo humano puede divisar.
La reacción no se hace esperar, los excursionistas, visiblemente emocionados, algunos hasta con lágrimas en los ojos, pues ha sido el sueño de sus vidas, asaltan al chofer y al guía en una jerga de palabras difíciles de comprender por la exaltación colectiva.
El guía, con el previo conocimiento que le aporta su trabajo diario, advierte que es solo el principio, que lo mejor puede venir más adelante. Aun así, convida a realizar una parada, eso sí, una breve estancia, pues al avanzar el día resulta más incómoda la observación.
Se respira paz, el silencio solo es interrumpido a intervalos por vocalizaciones, no tan agradables al oído, por las majestuosas aves, algo común en la naturaleza: la belleza es por lo general acompañada en las aves con un canto no muy armonioso.
Mientras algunos flamencos forrajean en busca de camarones, los que les aportan esta coloración, otros -los machos aptos para reproducirse- aprovechan para captar la atención de las hembras en una danza que inspira, en la que se sincronizan perfectamente en pequeños grupos y mueven la cabeza hacia ambos lados al tiempo que se desplazan en una misma dirección, se detienen y extienden las alas como saludando al espectador, algo mágico y vivirlo es un lujo que pocos tienen.
Esta conducta reproductiva anuncia que en breve migrará un nutrido grupo de adultos, principalmente al este de Cuba, donde existen las condiciones óptimas para alimentar a las crías, pero por lo pronto permanecen acá para deleitar a cuanta persona, sea adulta o niño, desee contemplarlos.
El recorrido continúa a lo largo del camino, entre risas y comentarios sobre el desconocimiento de un lugar tan fascinante, pero de pronto, la sorpresa ha sido mayor: el guía advierte al conductor detener el carro pues se ha formado “un pajaral” en uno de los últimos puntos de observación.
Rápidamente indica continuar caminando alrededor de unos cien metros. Al llegar al sitio algo sobrevolaba al grupo: como colofón eran los elegantes flamencos que en vuelo circular rondaban el área como los aviones tratan de localizar su pista y efectivamente el show no se hizo esperar: a unos escasos cincuenta metros, la contrastante ave “amarizaba” mientras otras emprendían vuelo como en una carrera de relevo para regalar el más bello espectáculo del día: el vuelo de los flamencos. (Por: Lic. Yoandy Bonachea Luis)