Reylenis y Ernesto nunca olvidarán aquel aciago domingo 11 de julio de 2021, donde la violencia campeó a sus anchas por Cárdenas y rompió la paz en la ciudad. Hoy el Periódico Girón les propone recordar estos estremecedores testimonios.
Han pasado más de cuarenta y ocho horas, y Reylenis Mosqueda Lore no se ha podido desprender de cierto nerviosismo que le invade por momentos. Intenta olvidar aquella hora amarga que todavía le provoca lágrimas y voz temblorosa.
Cualquier otra persona en su lugar hubiera pedido varios días de descanso. Pero ella no. Sabe que poco conseguiría quedándose en casa. Para no concentrarse demasiado en aquel escenario de brutalidad en el que se vio involucrada, decidió ocupar la mente en las labores de recuperación de su centro de trabajo, el servicentro Brisas del Mar, donde labora como cajera.
Todavía permanecen en el suelo restos de los cristales convertidos en añicos, de botellas, de alimentos desparramados. “Todo está hecho un desastre”, afirma.
El domingo 11 de julio marcó su vida para siempre. Reylenis permanecía en su puesto laboral para entregarse a una jornada de 12 horas, sin tan siquiera imaginar que se enfrentaría también a una turba enardecida, sedienta de violencia.
Los adjetivos quizás resulten algo fuertes, porque en Cuba no estamos acostumbrados a ese nivel de agresividad, aunque cierta prensa extranjera se empeñe en decir lo contrario. Pero lo experimentado por esta joven de treintitantos años así lo corrobora.
El último día de la semana se caracteriza por esa calma dominical que provoca cierto adormecimiento. Quizás por ello la cajera apenas reparó en las advertencias proferidas por algunos clientes, cuando le dijeron que al parecer había ciertos disturbios en el centro de la ciudad.
“Alguna fiesta que acabó mal”, pensó. Lejos estaba de sospechar que el mundo replicaba varias concentraciones en diferentes ciudades de Cuba. Tampoco que Twitter alteraría su algoritmo para crear una matriz negativa contra Cuba.
Cuando divisó a varias personas frente al servicentro, recordó lo que le habían comentado minutos antes, pero no le dio mayor importancia. Serían unas 12 o 15 personas.
Aún no sabe en qué momento los reunidos se multiplicaron. Entonces llamó a Ernesto Velázquez Placencia, jefe de la unidad comercial, y le comentó acerca del evento inusual.
Cuando el directivo llegó, ya se encontraban allí otros dos trabajadores. Apenas dio tiempo para asegurar el efectivo en la caja fuerte.
Ante el incremento de los congregados frente al establecimiento y la información de disturbios en el centro de la urbe, decidieron cerrar las puertas y despachar el combustible por una ventanilla.
En algún momento una mujer se acercó a los amplios cristales y comenzó a manotear y lanzar improperios que ellos no lograban entender. El tumulto comenzó a acercarse agrediendo verbalmente a una patrulla que acababa de llegar.
Los ánimos exaltados obligaron a los trabajadores a evacuar parte de la mercancía y salir del local. Cuando las primeras piedras impactaron las grandes vidrieras del frente, no tuvieron más remedio que intentar escapar por el fondo, pero Reylenis y Ernesto no lo lograron. Se vieron rodeados por el violento grupo y comprendieron que solo les quedaba esconderse en algún sitio seguro.
“El sótano que sirve de almacén”, dijo él y hacia allá se dirigieron.
Ver a un hombre curtido de 56 años soltar lágrimas, mientras narra esa hora que permaneció oculto, sensibiliza al corazón más fuerte. Seguramente no lo conseguirá con los “odiadores” de Miami.
Al tiempo que parte de la prensa de derecha anunciaba sobre manifestaciones pacíficas en Cuba, dos cardenenses experimentaban la guerra.
“Escuchábamos con total claridad como lo destrozaban todo, el sonido de los vidrios contra el suelo, los estantes, los exhibidores, las cajas registradoras”, cuenta Ernesto.
La muchacha se sobrecoge todavía al rememorar aquellas frases de ese día. “‘Allí hay una puerta con candado’, dijo una voz, ‘¿habrá alguien?’, preguntó otra”. “¡Salgan!”, escucharon ambos trabajadores y se miraron como si se tratara del final.
Él logró enviar algunos mensajes de auxilio; ella, en cambio, apenas podía sostener el celular debido al creciente temblor de sus manos. Pensó en su hija de 10 años, rezando por volver a verla sonreír. Lloraba de temor y quizás de rabia ante el destrozo y los golpes que llegaban desde arriba.
Casi una hora después, los malhechores abandonaron el lugar. Al reconocer voces amigas, y ya fuera de peligro, el administrador y la cajera decidieron salir.
Nada quedó en pie. O sí, algunas botellas de vodka consumidas. “Como si hubiesen disfrutado cuanto hicieron”, dice Ernesto, con la cara enrojecida de ira y dolor.
Las secuelas sicológicas tardarán en sanarse, las pérdidas económicas aún se calculan. Siete tiendas de Cárdenas sufrieron el desenfreno de personas sin escrúpulos, aunque los medios internacionales y las burdas campañas insistan en hacerlos héroes.
Lo sufrido por los cardenenses el domingo 11 no fue un acto de heroísmo. El apedreamiento y saqueo contra las tiendas representa un delito grave; así como las piedras lanzadas al Hospital Docente Julio M. Aristegui. Este último hecho descorre toda la neblina en los ojos de algunos que hoy persisten en hablar de pacifismo.
Reylenis y Ernesto, como tantos otros, saben bien hasta dónde puede llegar el odio cuando no se le pone coto. Provoca acciones innarrables que nunca más debieran suceder.