Concéntrate en la nada, me digo. Pero mi mente es un campo minado. No hay un lugar seguro a donde ir. Desde que comenzó el rebrote de la covid todos andamos sigilosos por nuestros pensamientos. Un paso mal dado y ¡boom!: la paranoia, la desesperanza, el pesimismo de plomo. Abro los ojos. Estiro la mano y agarro el celular en la cómoda. Son las 2:45 de la madrugada. Si la cuenta no me falla hace, cerca de dos horas intento dormir.
12:30
Tirado en la cama, con una almohada doblada debajo de la cabeza para que la columna no se vuelva una L, reviso el celular. Estoy en dos chats a la vez: uno con una conocida de Camagüey y el otro con una amiga de Matanzas, varada por la covid en La Habana, en casa del novio.
La camagüeyana me pregunta qué tal la situación por aquí. En los últimos días varios son los amigos digitales, incluso los de “Hola / Hola / Cómo estás? / Todo bien. Y tú? / Igual”, que se preocupan por mi estado. Le explico que mi familia y yo estamos bien, dentro de lo que cabe. Ella me escribe que me cuide mucho. A veces me molesto con ese tipo de comentarios, porque me parecen una obviedad. Sin embargo, después entiendo que de eso va la solidaridad: ponerse en los zapatos del otro, aunque no te entren del todo y debas rellenar con algodón la punta o contorsionar el pie para que quepa.
La amiga náufraga en la capital me cuenta que se siente ansiosa encerrada entre cuatro paredes, que desea venir de voluntaria a un centro de aislamiento en Matanzas y ayudar como pueda. Me reconforta que cada día haya más gente joven que no quiere quedarse en casa y, de tanto inmovilismo, convertirse en un sillón, un sofá, una mesita de noche, un biombo.
12:37
Con todos los chats concluidos, los memes vistos en Facebook, los corazones regalados en Instagram, toca dormir. No tengo sueño, pero sí ganas de que el día termine. En los últimos tiempos, las jornadas son como los chicles que vendía un señor a las afueras de mi secundaria: después de masticarlos dos o tres veces pierden el sabor y el resto del tiempo los rumias porque, sencillamente, no tienes nada más que hacer. Así que solo te queda esperar que el día-chicle se acabe para empezar uno más.
1:25
Barney hace un chiste. En otro momento me reiría. El humor de las sitcoms americanas como How I met your mother me agrada, pero ahora observo la serie por inercia. Hace mucho tiempo me acostumbré a dormirme mientras veo algo en la laptop. Ya voy por dos capítulos y medio y Morfeo parece que se fue a marcar a la cola del gas.
Envidio a muerte a quienes afirman voy a dormir y se duermen. Yo intento hacerlo y me pierdo en reflexiones idiotas, en recuentos, en pensamientos recurrentes. Ahora mismo recuerdo a una enfermera de la brigada Henry Reeve que entrevisté. Ella estaba de misión en Venezuela y la movilizaron para Matanzas. Me confesó que llevaba 17 meses sin ver a su familia, a su hija, a su esposo. En 17 meses un bebé aprende a hablar, a caminar, se le cierra la fontanela. En 17 meses se puede construir un edificio de hormigón prefabricado, escribir un bestseller, olvidar un viejo amor, encontrar uno nuevo. En verdad la voluntad humana a veces me deja boquiabierto.
1:30
Asalto el refrigerador. Hay una jaba de pan que me mira con ganas. Intenta seducirme. En mi cabeza escucho a mi mamá comentarme que el peor horario para comer es la madrugada. En estos últimos días, cada dos oraciones ella introduce una advertencia: que si el nasobuco, que si el gel de manos, que no me acerque a nadie, que no me ponga delante del ventilador sin camisa porque ahora no es aconsejable ni coger catarro.
Hoy quiero ser un niño bueno y obedecer a la vieja. “Siempre tendremos París”, le comenté a la jaba de pan. Lleno hasta el borde dos vasos grandes de agua y me los tomo. Así quizás logre engañar a mi ansiedad y a mi estómago.
1:42
Apago la laptop. How I met your mother ya me cansó. Me acomodo bocarriba en la cama y trato de mirar un punto fijo en el techo; de colocar ahí toda mi atención. Esta técnica la aprendí en el aula. La utilizaba cada vez que me aburría una clase.
2:45
“Concéntrate en la nada, me digo. Pero mi mente es un campo minado (…) Si la cuenta no me falla, hace cerca de dos horas intento dormir”.
2:50
Cansado de luchar contra el insomnio he decidido rendirme ante él. Esperaré el amanecer. Esta decisión me recuerda a Fiesta, la primera novela exitosa de Hemigway. Su título original es The sun also rises (El sol también se levanta); pero pensaron que en español no poseía la misma fuerza léxica que en inglés. No obstante, más allá de los problemas lingüísticos de aduana, lo que me interesa es la metáfora que esconde. Una de las pocas verdades, para la cual no necesitas contrastar fuentes para probarla, es que siempre habrá un amanecer. ¡Y mira que nosotros necesitamos un baño de luz!