Era una niña inquieta, corría de un lado a otro de la casa y, a pesar del ajetreo laboral, el padre siempre tenía tiempo para llamar a su hija, sentarla cerca de su regazo y contarle que ella llevaba en su sangre la de aquel canario de apellido Montesino, que a fines de 1869 conoció a José Martí en las canteras de San Lázaro.
María Griselle Montesino del Castillo a sus 68 años no pierde el brillo en sus ojos ni adelgaza el tono de su voz cuando relata la historia de su bisabuelo Joaquín Montesino y Trujillo. En cierta forma la vida de Joaquín fue como la de muchos emigrados canarios que buscaron en Cuba una mejora económica. El caprichoso destino hizo que el nacido en La Gomera, Islas Canarias, el 15 de agosto de 1836, llegara a conocer al sempiterno adolescente rebelde que fue José Martí.
Hay que escuchar hablar a María porque nadie relata como ella las aventuras de su bisabuelo. Cuando uno se detiene a oírla piensa que cuenta historias escritas por Alejandro Dumas, pero no, es una historia propia de la que es genuina heredera.
En 1868 Joaquín Montesino era propietario de un almacén de víveres en la calle Obispo. Enemigo de toda opresión y amante de la libertad, ante el levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes, apoya la emancipación de Cuba del yugo colonial. Para eludir la creciente vigilancia española pretexta un viaje de negocios a Consolación del Sur, Pinar del Río, donde la indiscreción de uno de sus compañeros trae el encarcelamiento de los conspiradores.
Al igual que había de sucederle más tarde a José Martí, el 3 de noviembre de 1869, Montesino en Consejo de Guerra recibe la mayor pena de todos los enjuiciados, tres años de prisión correccional por infidencia. Es trasladado a La Habana para realizar trabajos forzados en las canteras de San Lázaro.
Montesino contaba con 33 años al entrar en aquel infierno. El canario doblaba en edad a Martí, que apenas alcanzaba los 17 cuando se conocen en los fatídicos trabajos forzados en las canteras. Ambos se hermanan con el grillete al pie, y llevarán hasta la muerte las marcas que en su piel dejó el dolor, como honrosa condecoración de su inquebrantable protesta contra la injusticia humana.
Interminables resultan los días de Montesino en las canteras, donde solo halla consuelo en las conversaciones que entabla con el joven independestista. Un pariente suyo, el médico Pablo Trujillo Fragoso, logra su fuga al adormecer a algunos guardias con bebidas mezcladas con opio. En una casa amiga le liman los grillos y escapa a las Islas Turcas, donde contrae matrimonio con la inglesa María Lemoine y Gómez. De aquella colonia británica pasa a Santo Domingo, Montecristi y Dajabón.
En todo momento lucha por la libertad de Cuba. Desde Montecristi en 1880 le escribe al general Antonio Maceo: “Yo estoy pobre y bastante arruinado, pero para Cuba y para hombres de las cualidades de usted siempre estaré dispuesto”. La casa de Montesino acogió a muchos patriotas durante La Tregua Fecunda: Panchito Gómez Toro, Serafín Sánchez, Francisco Carrillo, Enrique Collazo y a César Salas, quien desembarcaría con Martí en Playitas.
Cuando el Apóstol arriba a Santo Domingo para hermanarse de nuevo con Máximo Gómez y lograr que retorne al frente del Ejército Libertador, se dirige ante todo a donde vive Montesino. Llega a su hospitalaria casa cerca de la medianoche del 10 de septiembre de 1892. Se unen en un estrecho abrazo y hasta la madrugada rememoran su estancia en las canteras. Allí conversan sobre los planes para la nueva guerra redentora de Cuba.
En su segundo y último viaje a Santo Domingo, Martí vuelve a reunirse con Montesino, anotando en su diario a Carmen y a María Mantilla, con fecha 1.º de marzo de 1895: “Salimos de Dajabón, del triste Dajabón, último pueblo dominicano que guarda la frontera por el norte. Ahí tengo a Montesino, el canario volcánico, guanche aún por la armazón y rebeldía, que desde que lo pusieron en presidio, cuando estaba yo, ni favor ni calor acepta de la mano española”.
Al terminarse la Guerra de Independencia, en 1899, Montesino abandona Santo Domingo para venir a Cuba, feliz de ver ondear la bandera de la estrella solitaria por la que luchara como fiel discípulo de su hermano Martí. Vive con su familia modestamente en La Habana, donde llega a ocupar por recomendación de Tomás Estrada Palma un puesto de escribiente en el Ayuntamiento de la ciudad, hasta morir el 27 de marzo de 1911, en medio del olvido y la indiferencia, como tantos otros que todo lo dieron por Cuba.
José Montesino Lemoine, el abuelo de María, creció educado no solo por el pensamiento martiano que su padre siempre le inculcó, sino por la idea de que el Héroe Nacional, siempre sería la guía para su familia, desde que le confesara a Manuel Barranco, en carta fechada el 27 de marzo de 1894, que al igual que hubiese querido criar como hijos propios a Agustín, hijo de ese patriota y a Panchito Gómez Toro, hijo del generalísimo, también al “de un isleño que estuvo en presidio conmigo, Montesino”.
María tiene vagos recuerdos de Amelia, su tía abuela. Apenas se esboza en su memoria esa señora tan vieja que parecía inmortal y que, de niña, siempre le llamó la atención. Es una imagen estática: su padre José Antonio Montesino Rodríguez al lado de Amelia, protegiéndola como si se tratara de un pétalo de flor. Al crecer, poco a poco comprendió no solo la impronta patriótica de su legado familiar, sino la injusticia que sufrió Amelia durante los últimos años de su vida y contra la que su padre, como buen abogado, había luchado.
Hacia finales de la década de 1940 cuando Amelia, la anciana hija de Montesino, gestiona el otorgamiento de una modesta pensión para salvarse de la pobreza, por haber sido su padre del Cuerpo Auxiliar Civil del Gobierno en Armas, el fiscal interpuso inexplicables reparos legales. No se trataba solo de la herencia histórica de su padre, sino la de la propia Amelia que, cuando Martí se encontraba en Santo Domingo, le entregó 500 dólares que tenía destinado para comprarse un piano, privándose así de una de sus grandes pasiones.
El padre de María, sobrino de Amelia, lleva el caso en lo que denominó su pleito romántico, y que el investigador Pedro H. Sautié rebautizó como pleito martiano, en el que se involucraron también personalidades de la talla y entereza de Enrique Loynaz del Castillo.
La repercusión de la demanda fue tal que incluso el Diario de la Marina en junio de 1953, año del centenario del Apóstol, publicó un artículo a favor del otorgamiento de la pensión a Amelia. En el mismo, firmado por el periodista Roberto L. Gordarás, se aludía a que el Gobierno debía ayudar a los hijos del noble isleño, como acto en honor al Héroe Nacional.
En el referido rotativo se lee: “¿Por qué el Gobierno de Cuba no tiende la mano a los hijos del isleño Montesino, hoy viejos y pobres en la patria que ayudó a fundar su padre, pagando así en parte —lo que siempre será impagable— la deuda de gratitud de nuestro pueblo?”. El esfuerzo de José Montesino Rodríguez fue tal que logró su objetivo, el otorgamiento de la pensión a Amelia. Como prueba fehaciente María atesora las cartas enviadas y recibidas por su padre durante la gestión legal.
Luego del triunfo de la Revolución, el 26 de junio de 1965, en las antiguas canteras de San Lázaro, hoy Fragua Martiana, le fue tributado un homenaje a Montesino, con el develamiento de un retrato suyo junto al del joven Martí con los grilletes en el pie. Si bien no existe referencia a la presencia de Joaquín Montesino en Matanzas, quiso el destino que los descendientes del bravo isleño se asentaran en este territorio para beneplácito de todos los yumurinos. María se sabe heredera de la tradición histórica de su familia, y es por ello que con orgullo se reconoce como la bisnieta del hermano de fragua de nuestro Martí.