Besarse los dedos y luego llevarlos hasta el nombre escrito en la tarja. Es el beso de mármol que nunca reemplazará al de la carne, al que quedó pendiente en la puerta de la casa, en la cocina mientras se conversa en lo que el café cuela, en el cuarto antes de dormir que funciona de resguardo contra los miedos que se esconden bajo la cama.
Besan el mármol que detrás de su blancura – blanco sagrado, rocosa sepultura – descansan en el sueño de los valientes, plácido y profundo, en el Panteón de los caídos en la Defensa de la Patria aquellos que no regresaron del fuego.
Besaron el mármol gente como tú y yo. Pudo ser tu vecino, la tendera que te vende el detergente, el bicitaxista que te cuenta sus problemas porque no soportan pedalear en silencio. Quizás eso es lo que más chocó esta mañana de sol violento en el cementerio de San Carlos Borromeo, el encontronazo desgarrador con tu propia humanidad.
Besaron el mármol ancianos con sus bigotes de brocha y su gorra que ante la tumba levantaron los pulgares para decirles a los que no están que aquí seguimos, como podemos, pero seguimos.
Besaron el mármol niños pequeños con el pelo pintado de rubio que intentan ser hombrecitos para que la madre se pueda apoyar en ellos y le pasan la mano por la cadera y la aprietan fuerte, como si la protegieran contra toda la tristeza de este mundo.
Besan el mármol hermanos de sus hermanos que, aunque no sean hermanos de sangre como se diría, sí son hermanos de sangre porque sangre y sudor y ganas derramaron juntos. Hablo de los bomberos, técnicos de rescate y salvamento, de todo aquel que hizo un pacto con la vida del prójimo.
Lea también: Diecisiete campanadas por los que no volverán (+Fotos)