Caen las últimas luces del atardecer y comienza, lentamente al principio, el repique de los batá. Esta noche hay tambor en casa de Yolanda Chatelain, en el barrio de Pueblo Nuevo, y los ahijados llegan mientras se toca el Oro seco, suerte de invocación rítmica a la deidad, frente al trono de Changó.
El altar se viste de telas brillantes y coloridas, al centro la corona del guerrero y su hacha de doble filo, escoltan sus flancos Ochún y Yemayá, a sus pies se disponen las ofrendas: manjares, frutas frescas y golosinas.
Foto: Raúl Navarro González
Tres jóvenes percuten los tambores y eso es lo primero que llama nuestra atención como no iniciados en la Regla de Ocha. Ser tocador del tambor sagrado parece algo de muchos años y gran sabiduría.
Foto: Raúl Navarro González
En el Iyá, el más grande del trío de instrumentos, con un nombre que significa madre en yoruba, está Duniesky Urrutia: él guía el ritmo y lleva la voz de mando en esas “conversaciones musicales”, que son las partituras afrocubanas.
Foto: Raúl Navarro González
Desde el Itótele (tambor mediano) le responde Orly Alfonso, y Renier Urrutia, con Okónkolo (el pequeño), se encarga de mantener un patrón repetitivo para que los otros dos puedan “dialogar” a sus anchas.
Foto: Raúl Navarro González
Concluida esta parte, los bataleros pasan a un salón más amplio que ha sido despejado especialmente para ese fin y hace su entrada la reina de casa, Yolanda, con una sonrisa que ilumina la estancia. A sus 84 años ha pasado toda la vida inmersa en la religión y su fama como santera trasciende fronteras.
Foto: Raúl Navarro González
Foto: Raúl Navarro González
Se inician los cantos: Eleguá, Oggún, Obatalá, los presentes corean con ese deje tan peculiar de la lengua yoruba, que ha sobrevivido gracias a la persistencia de las familias y la fuerza de una cultura ancestral.
Para asistir a un tambor los iniciados visten acorde a la ocasión, cubren su cabeza con gorros o pañuelos y las mujeres deben llevar faldas largas y sueltas, preferiblemente de tonos claros.
Foto: Raúl Navarro González
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Uno a uno, los recién llegados saludan a los tambores: se inclinan hasta tocar con la frente el cuerpo de madera, luego lo besan y depositan una ofrenda a sus pies.
Cuenta la tradición que una deidad llamada Añá habita dentro del instrumento y por eso se les llama omo añá –hijo de Añá– a los tamboreros consagrados. Lo cierto es que poseen toda la fuerza de África, su color, su magia, no es de extrañar que muchos estudiosos se refieran a ellos como una pequeña orquesta, seis parches creando increíbles polirritmias.
Foto: Raúl Navarro González
El ambiente se caldea. Los músicos azotan y acarician el cuero alternativamente, el Akpwon entona y le contesta un número cada vez mayor de bailadores, cadenciosos, indetenibles, poniendo emoción a cada paso. Dentro de un espacio tan reducido la música se torna una presencia tangible, algo que envuelve e hipnotiza.
En el momento de mayor paroxismo se nos traslada de habitación, algunos misterios deben permanecer ocultos para ojos legos. A uno de los presentes acaba de “montársele el santo” y eso genera cierta conmoción. Hay una pausa para que el poseso pueda recuperarse, varias mujeres le asisten y el desasosiego va pasando.
Sentimos que es el momento oportuno para marcharnos, como equipo de prensa representa un privilegio que se nos hayan abierto las puertas para presenciar y documentar la liturgia.
Mientras nos despedimos, los batá vuelven a sonar y los fieles regresan a sus puestos de manera inmediata, movidos por los resortes invisibles. En el centro se coloca Yolanda, tan ligera a sus años, con sus ojos estrellados y su abanico azul, que se mantiene batiendo el aire como una paloma de encaje. (Fotos: Raúl Navarro González)
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Foto: Raúl Navarro González
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