Durante más de 24 horas vivieron dentro de la ceniza. Fueron esos que intervinieron en las labores de salvamento y rescate de las víctimas del accidente en la Termoeléctrica Antonio Guiteras, de la ciudad de Matanzas.
El viento levantaba del suelo la ceniza que luego caía al suelo al escaparse de los agujeros que horadaron en la chimenea en fuertes brahundas, como bandazos de pólvora que se te pegaban a la ropa, a las partes del cuerpo descubiertas, hasta que no se sabía donde terminaba la ceniza y dónde comenzaba el hombre.
A nadie le gusta la ceniza. Nos recuerda a la vida desgastada, a cuando nos sentimos hecho polvos, a lo que fue y nunca será. Quizá por eso en ninguna casa falta un cenicero, aunque nadie fume en ella. Necesitamos un lugar donde contenerla.
Cuando una chimenea humea nos alegramos. Sabemos que algo se transforma para bien: la caña, en bagazo y rones pintados; el pétroleo, en luz blanca. No obstante, nunca pensamos en la ceniza que queda detrás, por eso mismo, porque es algo que fue y nunca más será.
También ahora cuando pensemos en ella estarán ahí los dos hombres que perdimos sepultados por su causa, Alexis y Lázaro. Su recuerdo no se esparcirá como rafagazo de viento, que latiguea con fuerza hasta que, sencillamente, cesa.
Su recuerdo perdurará, como debe hacerlo todo aquel que deja detrás de sí un sillón a la mitad de un balanceo, un amor incompleto y una historia por contar.
No obstante, por ellos -que de cierta manera también es por nosotros-, durante más de 24 horas muchos vivieron en la ceniza: rescatistas y bomberos, que tanto nos han enseñado de que el cansancio es para los que juegan, no para los que aman y se baten; los que llevan la cruz (roja) en la espalda; los periodistas de gatillo rápido; los doctores, esos que le saben tanto a la vida y al silencio que le viene después.
Todos ellos, de una manera u otra, acabaron tiznados. La cara tiznada. Las zapatillas tiznadas. El ánimo tiznado. Las manos tiznadas.
Si te fijabas en las manos negras por el hollín de los rescatistas descubrías que el sudor, por el arduo trabajo, el ir y venir, el dormir en cualquier pedazo de yerba o escarranchados en los asientos de sus carros, le formaba nuevos surcos en las palmas, nuevas líneas del amor y del destino, como si redescubrieran el amor, como si redescubrieran el destino.
De una forma u otra aprendimos que cada hombre es un pedacito de tierra que cuando se amontona junto al resto, todos juntos creamos una Isla. Además entendimos que cada parte que se pierde de repente, sin avisar, sin que tocara, es como perder un pedazo de tu hogar. Al final, creo que todos terminaron con las manos un poco tiznadas.