Cuando chama, los socios del barrio improvisamos una liga de pelota. Cada tarde íbamos para un pequeño descampado con cinco o seis guantes, amasijos de material sintético con esparadrapo, un bate de abollado y una pelota con las costuras tan sueltas que parecía una naranja a medio pelar.
El terreno que escogimos como estadio se llama el Matasiete. Queda a la orilla de un río, cerca de dos puentes: el Azul, parte de un viaducto nunca terminado, y el Giratorio, mole de hierro que en el siglo XIX giraba —disculpen la obviedad—, sobre una base de piedra para que las barcazas navegaran río arriba. Por este último, en ese entonces y en la actualidad solo transitan trenes, casi siempre provenientes de los centrales azucareros.
En algún punto de esas jornadas beisboleras, cuando en la lejanía se escuchaba el murmullo de plomo del tren, perdíamos interés por el juego. Todos observábamos con fijeza al Giratorio porque unos niños trepaban por los travesaños de metal a los costados de la estructura.
Pasaba la locomotora con tres o cuatro vagones cerrados, tal vez de pasajeros, y los muchachos bien pegados al hierro, como imanes de refrigerador. Por fin aparecían los vagones sin techo y saltaban hacia ellos. Por un momento los veíamos en el aire hasta que caían dentro de las grandes cajas.
En ese instante los socios del barrio y yo corríamos para acercarnos a las vías. Comenzaba la lluvia de azúcar sin refinar, unos terrones porosos y duros que lanzaban desde los vagones y que nosotros recogíamos entre la yerba. A “rajavoz” vitoreábamos a esos valientes que nos recordaban a los vaqueros de las películas del oeste que se apoderaban de los trenes en movimiento al sujetarse a una barandilla en el último segundo.
El Giratorio aún está ahí, y de vez en cuando aún contemplo a un “mataperro” en lo más alto en espera de su turno para lanzarse en clavado hacia el río, u otro en la base de piedra con su nailon de pescar entre las manos; pero nunca más hubo ningún asaltatrenes.