De Matanzas hasta Santiago de Cuba por ferrocarril es un largo trecho, casi interminable. Me recuerdo nítidamente en el andén junto a mi colega Betsy esperando por el tren # 9 que nos llevaría hasta la tierra indómita. Sin dudas logro sentir ahora, mientras lo rememoro 11 años después, el resquemor que sentí ante aquella nueva aventura que duraría 14 horas encima de un vagón.
Aunque estudié en el centro de esta Isla y más de una vez viajé en tren, me habían dicho que dentro de los que comunican a La Habana con Oriente pueden suceder muchas cosas. “Viaja gente de muy mala calaña”, escuché decir una vez.
Pero cuando había permanecido casi dos horas en aquel vagón en marcha, comprobé que viajaban también señoras en compañía de sus nietos. Varias personas me pidieron ayuda para subir maletines y cajas pesadas en las parrillas que están encima de los asientos. Viajan también padres con sus niños pequeños, que logran permanecer en silencio a pesar de la incomodidad, el calor y el vaivén de los coches.
Quizás la larga travesía de 14 horas sea la causa de la calma. Las personas tratan de dormir y así restarle horas al fatigoso viaje. Recuerdo que, a tres asientos del mío, dos niñitas de 9 años aproximadamente jugaban al “veo-veo”, aunque todo el entorno era de un mismo color mugroso.
A mi izquierda, una hermosa mulata me robó la atención desde sus ojos achinados. En una de sus manos tenía una quemadura que trató de ocultar. Sus uñas muy rojas resaltaban su tersa piel. Era extremadamente bella y me miraba con insistencia. Pensé en Jesús David Curbelo y su libro Diario de un poeta recién casado, donde en uno de sus cuentos un personaje le hace el amor a una ferromoza en el baño, pero en el tren # 9 resultaba imposible debido a la suciedad y el fuerte olor a orina.
El pequeño compartimiento al final de cada vagón estaba atestado de personas desparramadas por el piso, encima de cartones o sentadas en sus maletines. Me di cuenta que la imaginación de los escritores es muy grande, porque difícilmente David Curbelo o algún amigo suyo logró realmente hacer el amor en un tren oriental.
Cada cierto tiempo los expendedores del tren pasaban con un carrito vendiendo bocaditos, refrescos o caramelos. Algunos pasajeros lograron dormir desde el territorio matancero sin importar la luz que emitían las lámparas desde el techo. Y fue esa de las tantas cosas que me llamaron la atención: el alumbrado, ya que en mis viajes anteriores el trayecto transcurría en penumbras.
Un hombre en short y camiseta me miraba con insistencia mientras yo escribía algunas notas en mi agenda. En ese instante anotaba que en el tren la gente había aprendido a procurar un poco de comodidad, pues si bien los coches cubanos carecían de confort, los pasajeros traían consigo chancletas, almohadas, sábanas, y hasta creí ver un mosquitero.
Luego de repasar con la mirada todo el vagón en el que viajaba, llegué a la conclusión de que solo las señoras mayores logran dormir a piernas sueltas; aunque cerca de mí dos niñitos dormitaban apretujados en un mismo asiento, encima uno del otro, lo hacían con una placidez que me produjo cierta envidia porque paso mucho trabajo para dormir en casa, no digo yo en un viaje tan largo.
Mi colega Betsy no se separó de su libro, Pequeñas Maniobras, novela del dramaturgo, narrador y poeta cardenense Virgilio Piñera. Iniciamos la conversación cuando salimos de la provincia de Matanzas. Hablamos mucho, hasta sacar la cuenta de que nadie hablaba 14 horas seguidas. Había que ahorrar temas de conversación para las horas que faltaban, y para el regreso, que hasta ese minuto era incierto.
Afuera todo era oscuro, no se percibían ni las siluetas de los árboles. Adentro dos señoras discutían por una ventanilla extremadamente pequeña.
“No corre una gota de aire”, dijo una mujer como maldiciendo el calor sofocante. En este instante me causó gracia ver pasar por mi lado a un joven con un abrigo invernal, seguido de un niño sin camisa y sudoroso. “Cosas de cubanos”, me dije yo.
En una de las paredes frontales del vagón leí que en un coche hay capacidad para 88 personas, pero allí éramos alrededor de 200 sardinas en lata.
Cuando arribamos a Santa Clara sentí un poco de tranquilidad. Habíamos rebasado la primera provincia, solo quedaban Sancti Spiritus, Ciego de Ávila, Camagüey, Las Tunas, Granma y Santiago… y se esfumó la tranquilidad. Me pregunté cómo hacían los europeos para atravesar su continente por ferrocarril, y la pregunta me pareció muy tonta a los pocos segundos.
3:00 a.m.
Habían transcurrido 9 horas desde nuestra salida de Matanzas. Betsy logró capturar el sueño y yo entablé conversación con la muchacha sentada a mi izquierda. Jugamos a las cartas y supe que se llamaba Yeni y que tenía un novio italiano, lo cual explicaba las largas conversaciones por celular, su lindo maletín violeta con rueditas y su afición -según me contó- por recorrer la isla de punta a cabo.
Vivía en Guantánamo pero pasaba largas temporadas en La Habana. Yo seguía sin entender cómo se las ingenió aquel personaje de Curbelo para narrar una escena de amor en un tren, porque en # 9 el único deseo que emerge en los viajeros es llegar al final del viaje.
Camagüey
Nunca me llamó la atención la ciudad de Camagüey. La razón estriba en que los camagüeyanos que conocí en mis años de universidad eran excelentes amigos pero demasiado orgullosos de su ciudad y dañaban mi amor propio como matancero.
Solo había estado pocos minutos en esa ciudad, y en tren como esta vez. Hasta ese instante creía que Camagüey sería para mí una ciudad de pasada, nunca de estancia. El tiempo me demostraría todo lo contrario, pero esa es otra crónica.
Cuando nos detuvimos 20 minutos en la Ciudad de los Tinajones, un enjambre de vendedores prorrumpió en el coche: queso blanco, hilos de coser, pizzas, caramelos, vinagre, aguardiente, todo era vendible, no importaba la hora. Me di cuenta de que cuando muchas ciudades duermen hay gente que viaja, y gente que vende.
Al salir de la Tierra de El Mayor, mi buena amiga Betsy me permitió sentarme un rato cerca de la diminuta ventanilla. Era de madrugada aún. El sueño me venció, conseguí dormir hasta las 7:41 a.m. Desde la ventanilla y a pesar de sentir una especie de arenilla en mis ojos, veía a Santiago, las montañas, un gran puente de hierro con inmensas columnas sobre casitas lastimosas.
Ya de mañana, y tras 14 horas de viaje, desembocamos en la Terminal de Santiago de Cuba, que si no es la más grande, es la más hermosa Terminal de Ferrocarril de Cuba que yo recuerde. El alto techo de gruesos tubos asemeja a la Terminal 3 del Aeropuerto Internacional José Martí. Caminamos por un gran salón y al salir por una de las puertas nos esperaba Aracelys, joven colega que nos serviría de guía y anfitriona.
Comenzaba así mi historia en Santiago de Cuba.
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