El 28 de enero de 1853 vino al mundo el más universal de los cubanos: José Martí, en una humilde casita de dos plantas de la calle Paula, en La Habana Vieja. No sabía entonces su madre, doña Leonor Pérez, que esta fecha estaría ligada a la historia del país y que siglos después sería recordada por los millones de hijos que la habitan.
Quizá nunca supo que su pequeño Pepe, como cariñosamente lo apodaron, se convertiría en un rebelde, padre y cultor de un pensamiento revolucionario e independentista, antirracista y antiimperialista, cuyas doctrinas han trascendido hasta hoy, sentando las bases y principios de la Revolución Cubana.
Martí tuvo una vida breve, pero fecunda. En tan solo 42 años fue un hombre en el sentido pleno de la palabra: luchador incansable, amigo del alma, amante profundo… Se dedicó a guerrear por la soberanía y emancipación del colonialismo de su Patria grande: la América Latina toda, desde el Río Bravo hasta la Patagonia.
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Fiel a su causa sufrió las frías y duras madrugadas del presidio y el terror del trabajo forzado en las canteras de San Lázaro, padeció el dolor inmenso del destierro y la desdicha eterna de la incomprensión.
En cambio, echó “su suerte con los pobres de la tierra” y levantó su voz en los más agrestes escenarios para sembrar, cual fértil árbol, sus ideas. Y dicen que las masas sucumbían ante su oratoria, lo escuchaban desde analfabetos hasta muy letrados, porque su verbo era elocuente y encendido, pero sencillo y oportuno.
Su premisa fue el amor a los pueblos; su bandera, la unidad. No en balde su estrategia de lucha se sustentó en la unión de todos los patriotas, sin importar donde estuvieran. Por ello fundó el Partido Revolucionario Cubano, en 1892, organización que sentó las bases para la liberación de la Isla y contribuir con ello a fortalecer la independencia de otros países latinoamericanos.
De su esfuerzo también fue fruto la Revolución del 95, esa que casi ganada nos dejamos quitar por el Imperio, y la que supo el héroe conducir mientras estuvo en sus manos. Pero antes de irse dejó bien clara la importancia de impedir que los Estados Unidos se extendieran por los pueblos de América. Cuanto hizo fue para eso.
Consecuente con sus principios de sacrificio y con el deber, Martí encaró con singular entereza las duras condiciones de la vida en campaña, así como el riesgo de morir.
“Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por Las Antillas los Estados Unidos, y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. Así dijo a su amigo Manuel Mercado en carta inconclusa, pocas horas antes de caer en combate el 19 de mayo de 1895.
A 170 años de su natalicio, Martí crece en dimensión histórica y su legado es savia de la cual beben las sucesivas generaciones de cubanos. Ya lo auguraba Fidel cuando decía: “Más allá de Cuba, ¿qué recibió de él el mundo? Un ejemplo excepcional de creador y humanista digno de recordarse a lo largo de los siglos. ¿Por quiénes y por qué? Por los mismos que hoy luchan y los que mañana lucharán por los mismos sueños y esperanzas de salvar al mundo, y porque quiso el azar que hoy la humanidad perciba sobre ella y tome conciencia de los riesgos que él previó y advirtió con su visión profunda y su genial talento”.