Ficha técnica:
Título original: Touch of evil
Año: 1958
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Orson Welles
Guión: Orson Welles
Reparto: Orson Welles, Charlton Heston, Janet Leigh, Marlene Dietrich, Joseph Calleia, Akim Tamiroff
Duración: 107 minutos
Fantasía pulp, intriga policiaca, juicio moral, alegato político, maldición gitana… Demasiados calificativos para una obra maestra a la que conviene adjudicarle, ante todo, el siguiente: cine.
Y no de forma baladí; las emociones que genera Touch of evil —traducida como Sed de mal o Sombras del mal frente al original Toque de maldad, que tampoco dice mucho sobre la trama—, los datos que aporta y la manera en que lo hace, las impresiones que graba en la mente de su espectador al borde del asiento, pertenecen estrictamente al cine. Lo que logra en esta ocasión el actor-director-guionista, mediante la más moderna, hasta hoy, depuración visual y sonora en conjunto, no es igualable dentro de la literatura, ni de la pintura, ni de la música; y, siendo tan ejemplar que parece inalcanzable su dominio del medio, este obtiene aquí la categoría de manifestación artística innegable que tanto se le resiste cuando no se suelen apreciar resultados como los de Welles, Hitchcock, Kubrick o De Palma, por citar solo a cuatro de sus máximos exploradores y reinventores.
De una intensidad y ritmo poco usuales, con un montaje sincopado del modo en que ningún otro producto podrá estar así editado sin que pensemos en Welles, como sin prisas y a la vez sin temor de provocar aceleraciones cardíacas, dando la sensación de un exceso de cámaras en el set, pasando de plano cenital a nadir sin que los saltos de perspectiva logren otra cosa que afianzar el interés por la acción en desarrollo, Sombras del mal deriva en uno de los mejores ejemplos de pasión desbordada desde que la cinematografía americana descubriera el encanto de los movimientos de grúa y los acercamientos o alejamientos más inusitados, cuando el realizador sale de las zonas de confort formales y contrapone situaciones simultáneas en escenarios diferentes, cuando sitúa la idea al servicio de la imagen en vez de lo contrario.
Sin embargo, Welles tiene la virtud de vampirizar inteligentemente su propia capacidad y, sin limitarse a adaptar una pequeña novela negra en favor de los más poderosos fotogramas que su imaginación pudiera crear, otorga también a los diálogos —ese elemento que no siempre demerita a las películas bien compuestas— su prodigioso talento como pensador y portavoz lúcido del público.
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Intercambios de talento visual y verbal como los que hay entre la gitana que brillantemente encarna Marlene Dietrich y Hank Quinlan (interpretado por el propio Welles con una simulación de pesadez y cansancio que para nada nos hace pensar en el frenético coordinador de actores, luminaria, grúas y moviola), más que sostener con eficacia una subtrama enraizada en el pasado, consigue el milagro de esbozar un componente de erotismo y amor entre ambos personajes, entrados en años y del todo atípicos para la condición de ‘’estrellas’’ de sus intérpretes; sus miradas, frases, destilan reproches y amargura a lo Johnny Guitar (1954, Nicholas Ray), pero no hay tras el sobrio reencuentro una redención amatoria, sino un recordatorio de que el tiempo pasado fue mejor, el escepticismo hacia la posibilidad de un radiante porvenir y la reafirmación de la fatalidad del cine negro: ‘‘Vamos, léeme el futuro’’, exige Quinlan, a lo que la adivina contesta ‘‘No tienes futuro’’.
Bajo constante influencia del cómic y la literatura pulp, adquiriendo sus códigos en inteligente aprovechamiento del minimalismo, contrapuesto a la magnitud de planos caracterizados por el movimiento irrefrenable —y he ahí la estampa de Grandi (Akim Tamiroff) asomado detrás de una grotesca caricatura que parece definir su deplorable condición humana, o las atractivas piernas a través de las cuales nos instalamos en el aire viciado de un antro en efervescencia—, una apariencia de chapuza artesanal reina en Sombras del mal y amenaza con contaminar los cielos de la frontera México-Estados Unidos, con afear la fotogenia tanto de Charlton Heston como de Janet Leigh y tal vez con obstruir la progresión barroca que el metraje va asimilando poco a poco; no obstante, no solo dicha apariencia se mantiene como tal, inequívoco reflejo del entorno al cual asistimos en calidad de observadores involucrados sin remedio, como agarrados por el cuello y zambullidos en la intriga, sino que del evidente caos de todo rodaje wellesiano brotan momentos brillantes en lo técnico.
Pese al redoblaje o al imaginable desorden en la cabina de montaje, destacan hallazgos dignos de agradecer; por ejemplo, en el caso del sonido, incluso tratándose de una película generalmente alabada en lo visual, resulta hasta difícil de olvidar la sensación de eco en los archivos donde Vargas (Heston) indaga en busca de pistas contra Quinlan, o el viento aullante en el motel de noche, por no adentrarnos en la efectividad del suspense a través de la grabación de radio en el tramo final, con desasosegantes pitidos del aparato o pisadas de Vargas en los instantes que más silencio requieren de su parte por la gravedad de la operación. Probablemente resida en este clímax, por encima de La dama de Shanghái (1947), la concentración suprema de Welles en todas sus facetas, desde sus conocimientos radiales y la importancia dada a dicho medio hasta su aptitud para la atmósfera adecuada a cada situación, sin olvidar su obsesión temática por la amistad traicionada —presente en Ciudadano Kane (1941) o Campanadas a medianoche (1965)—, en una escena donde se vulneran los códigos entre viejos compañeros como única forma de denunciar las vulneraciones de códigos profesionales.
De igual manera descolla el impresionante plano secuencia inicial que, como una entretenida primera página, conserva tras múltiples visiones la suficiente fuerza contenida para ‘‘enganchar’’ al espectador con la promesa de que no verá algo común o ya visto, esa que tanto cuesta cumplir a directores afanados en obtener un arranque vigoroso sin evitar bajones posteriores de ritmo. Aun así, no logro dejar de lado la percepción de que ese tour de force consiste en una declaración de intenciones autorales por encima de todo; la tensa persecución del último tramo del film, en búsqueda de la justicia definitiva que ponga fin a la pesadilla del matrimonio Vargas, añade al ya probado talento el plus de la emoción, de la implicación convincente en el conflicto descrito.
Un toque de genialidad, exquisitamente enrevesado, sensual, intrépido, atemorizante, adrenalínico y directo; ejemplar en su trato moral, que no moralizante, hacia la audiencia; casi un documental de creatividad cinematográfica; sin dudas, Sombras del mal es la reverencia más irreverente acometida jamás por un cineasta entregado a sus recursos como si fuera la última vez, como se debiera rodar siempre.