El cadáver estaba ahí aunque nadie más pudiera verlo; le palpábamos la carótida para comprobar el pulso, aunque nadie más pudiera tocarlo; acercábamos la nariz a su boca en búsqueda de alguna pista –cuentan que el cianuro huele a almendras amargas y que solo el 10 % de la población puede olerlo– aunque no tuviera ningún aroma.
Éramos CSI, investigadores de la escena del crimen. Un juego que nosotros inventamos sugestionados por la serie norteamericana del mismo nombre. Todavía, aunque ha transcurrido más de una década, he encontrado un motivo por el cual el programa nos impresionó tanto a mí y a mis compañeros de quinto o cuarto grado.
Consistía en lo siguiente. Con la ayuda de todos armábamos un kit de herramientas para buscar pruebas. Yo conseguía guantes de látex y nasobucos que le pedía a mi mamá, que es doctora, para no contaminar la escena. Usábamos palillos con algodón en la punta, de los que se emplean para limpiarse las orejas, para recoger muestras de fluidos; para las fibras, un “escortey”; para las huellas digitales, una brochita de las que usan las mujeres para maquillarse y el grafito de los lápices machucados.
Entonces algunos fines de semana nos reuníamos e íbamos hacia algún área pública de la ciudad: el parque René Fraga, el castillo de San Severino. Allí inventábamos un crimen. Decidíamos en qué parte se encontraba el cadáver y peinábamos la zona cercana en búsqueda de evidencia.
El año anterior a que se transmitiera por primera vez el policiaco hubo otra serie que creó furor entre los estudiantes, el Ángel Negro. Iba sobre unos adolescentes mutantes que combatían el crimen. Recuerdo que la marca distintiva de estos jóvenes era un código de barra en la nuca. Yo vi decena de niños con uno de estos dibujados a pluma o plumón en el cuello. Un año después comienzan a transmitir por la televisión CSI, el de Las Vegas, el original, no las copias que vinieron después, Miami y New York; la primera temporada con los protagonistas originales, Grissom, Katherine, Nick, Sarah. Nosotros también queríamos luchar contra el crimen, pero desde la ciencia.
Por ello si encontrábamos un pedazo de vidrio cerca del “cadáver” decíamos que el hombre regresaba a su casa, cuando lo asaltaron para quitarle el reloj y la cartera. La imaginación de un niño puede llegar a ser temible. A la víctima la habían golpeado con una botella en la cabeza.
Le pasábamos un palito de limpiar orejas por el vidrio y afirmábamos que sí, que había sangre de la víctima. Luego, esparcíamos el grafito para buscar las huellas digitales. Poco a poco buscábamos más evidencia, con menudencias que nos topábamos en el suelo. El asesino, en lo que esperaba a la víctima detrás del flamboyán, comía caramelos de miel, por eso habíamos encontrado unas huellas en el fango y un envoltorio de dulces. Ese al final fue un caso sencillo. Con los restos de ADN que quedaron en el nylon y las huellas digitales pudimos dar con el agresor. Soñábamos que un sábado tropezaríamos con un asesino en serie y ese sí sería un caso fascinante.
Hace mucho tiempo no soy o mejor dicho no puedo ser ese niño que jugaba a CSI en aquel parque. Transité del mundo intuitivo de los niños al racional de los hombres. Ya no me siento millonario por tener 10 pesos y poder comprarme una paletica de chocolate cada día de la semana. Los demás, los adultos que pasaban por nuestra escena del crimen, solo observarían unos niños agachados en la yerba ¿Quizás el cianuro y la permanencia de la imaginación en la adultez compartan el mismo porcentaje en la población mundial, un diez por ciento? Por ello esta crónica resulta tan importante para darle un RCP a ese niño que espero que el cianuro no lo haya matado, sino que solo esté dormido.