Odio el olor a flores marchitas. Su aroma me transporta a lugares y tiempos que no me agradan. Creo que todos tenemos lugares y tiempos así. Los gladiolos que entregan junto a los diplomas, con los cuales no sabemos qué hacer y entonces los dejamos en un búcaro sin agua en la cómoda. De a poco palidecen y se deshojan y comienzan a desprender una fragancia dulzona.
Entonces, yo recuerdo los velorios. Me meso en un sillón de madera. La gente a mi alrededor habla en susurros; no son conversaciones, sino brisas leves. Hay quien fuma cabizbajo en una esquina; mientras las coronas de flores, como el gladiolo olvidado encima de la cómoda, también palidecen y luego se marchitan y desprenden esa fragancia dulzona. Odio el olor a flores marchitas, porque me traen recuerdos de pérdida y silencio.
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De todos los sentidos, el más cercano a la memoria es el olfato: perfumes baratos que desdoblan el alma y piensas en aquella que te juraste que no pensarías más; el petricor, que anuncia el aguacero eminente, que te hace sentir como si caminaras en el fondo de una pecera y te lleva a esos días del pre en que te bañabas en el primer aguacero de mayo para empaparte en suerte; el tufo a gasolina con el que de repente, dentro de la sala de cine de tu cabeza, estás en un almendrón, apretado entre dos pasajeros con la canción del verano ahí y ahí, en esos trayectos en que no importa el destino, sino el viaje.
Según los científicos, la memoria olfativa es la más persistente. Los estímulos de olor van desde los receptores de la nariz hasta el hipotálamo y la amígdala en el cerebro. Estas dos regiones se encuentran íntimamente relacionadas con los afectos y la memoria. El sueco Trigg Eren fue el primero en estudiar este fenómeno en la década del 70. Sometió a un grupo de individuos a una serie de estímulos visuales y olfativos. Al principio, cuando se les preguntaba qué recordaban, lo visual se imponía, pero al paso de los meses desapareció de a poco y quedó lo olfativo.
Sin embargo, para los propósitos literarios de este texto yo prefiero citar a Antonio Machado, que escribió: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el Limonero”. Al poeta español el olor de los limoneros le evoca la nostalgia de la infancia que tristemente no volverá; a mí, el olor a sudor y a encerrado del moskvitch de mi padre, a cuando me llevaba a la primaria. Todos tenemos un resorte, ya sean limoneros en flor o un moskvitch o el cortante olor del óxido de la canal del parque cercano a tu casa o el mentol que se echaba la abuela para los dolores de huesos.
Los estudios arrojan que el 85 % de las evocaciones provocadas por el olor son agradables: emociones intensas de esas que nos hacen decirnos que no estamos muertos por dentro. Mas, las negativas también existen: la creolina —a lo que huelen los hospitales—, te conduce a malas noches al lado de una cama con los ojos rojos y a cajitas de jugos; el cloro, que te golpeaba el rostro como un puño cerrado, recuerda los dos años en que la ciudad, el país y el mundo apestaba a piscina; el aire pesado y crudo con olor a petróleo durante los días del incendio del Supertanquero.
Otro fenómeno curioso es cómo emparejamos fragancias y personas, en especial a quienes queremos. Para mí está quien huele a libros viejos, de esos cuyas páginas se ponen sepia por el pasar del tiempo; otro, a sábanas recién planchadas, un aroma cálido y confortable; otro, a café malo en medio de un frente frío; a talco, a perro recién bañado, a leche cortada.
Muchas veces, mientras camino la ciudad, que para mí huele a salitre y a musgo de río, me he cruzado con alguien y la ráfaga de su colonia me ha hecho detenerme y observar cómo se aleja. Sé que me recuerda vagamente a alguien, pero no logro determinar a quién. Así funciona la memoria olfativa. El aroma nos lleva a alguna parte; quizá no podamos visualizar el sitio, es una nada ubicada entre el pasado y el olvido parcial, pero quedan las emociones, sobre todo la nostalgia.