La matansolidaridad

Durante el tiempo que en Matanzas el aguacero parecía inminente, pero era que el humo del incendio se mezclaba con las nubes blancas y las llenaba de cenizas, y el cielo lucía como los ánimos grises de sus habitantes y nunca llovía – aunque se pidió mucho el agua bendecida – se sintió el palpitar de las venas de la ciudad.
La conexión orgánica que une a cada uno de sus habitantes iba por debajo del asfalto, atravesaba los riachuelos en el asfalto de la Marina, subía por las escaleras del treceplantas, piso por piso, apartamento por apartamento, se colaba por el resquicio de las puertas coloniales del centro y gracias a la emoción compartida, la ciudad se sintió como una sola ciudad.
Desde los primeros días, cuando la incertidumbre se concebía densa como el aire aceitoso y te impregnaba la ropa, y se te metía en el cabello y parecía que te habías untado vaselina para acomodarte el peinado, se percibieron las primeras muestras de solidaridad.
La gente preguntaba qué se necesitaba, porque ninguna de ellas, ni de nosotros, ni de nuestros antepasados que desde la tierra que nos mantiene en pie nos dan fuerza, habían enfrentado esas explosiones de la noche – la inmensidad que te aplasta- por las cuales hasta los más escépticos necesitaron encomendarse a una fuerza superior.
Poco a poco, mientras el desconcierto se transformaba en la utilidad de la virtud, muchos se organizaron, buscaron la manera de estar presentes. En un estado de WhatsApp un socio, percusionista, subía una foto mientras donaba sangre. Debajo de la imagen un simple comentario “Mi pequeño aporte”.
Una amiga me escribe, a sabiendas que soy periodista, para preguntarme si sé dónde están los afectados, los vecinos del barrio Dubrocq, que ella y unas amistades recogieron unas cositas, no son muchas, pero pueden ayudar. Otra amistad, una muchacha que no pasará los veinte años, sube a su muro de Facebook, que al día siguiente irán hasta uno de los centros de evacuación para que se le sumen quienes quieran, aquellos que no quieren darse sillón y terapia en lo que todo pasa.
Mi profesor de la primaria, el mismo que 16 años después aún me pregunta cada vez que nos cruzamos por la salud de mi mamá, es uno de los lesionados en la primera explosión. Leo un trabajo que una colega periodista le escribió y lo veo con los brazos vendados, y pienso que ese señor fue quien me enseñó a jugar ajedrez.
Una muchacha que estudió conmigo, misma secundaria, mismo preuniversitario, sube un post en el que cuenta que su madre ató una bandera cubana a un palo de escoba y desde la azotea de su casa la agitaba frenética para que los helicópteros que sobrevolaban su casa supieran que abajo la gente estaba con ellos.
Un socio escritor con el cual he compartido decenas de peñas y talleres narraba desde su perfil personal, que por frente a su casa pasó una caravana de bomberos y que la gente, espontáneamente, salió a aplaudirles y hasta que no se perdieron en los horizontes de la ciudad, no se detuvieron.
El vecino del barrio de toda la vida, el flaco orejón que ya tiene un chama, y es quien me tatúa, fue quien aguja en mano le dibujó en el pecho el bombero a aquel muchacho que tan hondo le llegó la historia de los que no volvieron de las llamas, que decidió llevarlos encima siempre. El amigo fotógrafo trovador y turbeador que desde el balcón de su casa, con vista a la bahía, ofreció testimonio gráfico de toda la luz que se salía de control desde el otro lado de la urbe.
Muchas veces, porque nos extraviamos dentro de nosotros mismos, en nuestros tiempos, en nuestros ritmos, en las pequeñas y grandes trabas de la cotidianidad, perdemos el sentido de colectividad. No obstante, si algo más allá de las tristezas nos demostró el incendio en la Zona Industrial, es el poder de empatía hacia el prójimo que los habitantes de Matanzas pueden llegar a sentir. Hace 28 años que permanezco en el mismo sitio y en estos días aciagos ha sido uno de los momentos que más me he sentido conectado a la ciudad. Fuerza, Matanzas, coño, fuerza.

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