
Entre el Bloqueo y la burocracia: ¿puede Cuba reimpulsar la economía?. Fotos: Raúl Navarro
La economía cubana navega, una vez más, a contracorriente. Recientes publicaciones sobre el Programa de Gobierno para corregir distorsiones y reimpulsar la economía informan de claros avances, pero también exponen grietas que requieren más que buenas intenciones.
El superávit de 10 872 millones de pesos en enero es un dato que invita a un optimismo cauteloso. No es poca cosa, sobre todo si se compara con lo planificado. Las 303 658 inspecciones y las 174 116 multas (528 millones de pesos en sanciones) reflejan una ofensiva contra prácticas ilegales que, como el moho, crecen en la humedad de la crisis. Que el 72% de las multas sean por precios abusivos explica, en parte, el malestar ciudadano: ¿de qué sirve un salario que se evapora ante una lista de precios desbocados?
Sin embargo, aquí está el detalle: las violaciones persisten. Subdeclaración de ingresos, evasión fiscal, cuentas bancarias fantasmas… Son síntomas de un problema estructural. Multar es necesario, pero no basta. La ironía salta cuando, tras tanta inspección, los cubanos continúan preguntándose por qué los precios en la calle no bajan, o por qué su salario no alcanza para lo básico. El programa avanza, sí, pero la población aún no respira los resultados.
El nuevo mecanismo para gestionar divisas y la transformación del mercado cambiario son pasos vitales. La derogación de la Resolución 115 del Ministerio de Economía y Planificación podría significar un giro hacia mayor flexibilidad, pero el diablo está en los detalles. Ordenar la liquidez externa es clave, pero si el acceso a divisas sigue siendo un laberinto para el sector productivo —estatal y privado—, seguiremos viendo empresas ahogadas en trámites y descapitalizadas, y una dolarización informal que se resiste a morir.

Por otro lado, el enfoque de ciencia en el programa es un acierto. Redefinir objetivos generales y específicos con acciones medibles suena bien en el papel. Pero en Cuba, donde la burocracia a veces parece un deporte nacional, la pregunta es: ¿llegarán estas metas a traducirse en agilidad real? Sin eficiencia en la implementación, incluso el plan mejor diseñado se convierte en letra muerta.
En los últimos tiempos, el Gobierno ha demostrado músculo fiscalizador, pero ahora necesita combinar el palo con la zanahoria. En ese sentido, creo que algunas medidas pueden coadyuvar a iluminar la distorsionada vía.
En primer lugar, no sería ocioso lograr transparencia en la asignación de divisas. Dar el primer paso es un acierto innegable, pero si las empresas estatales y los trabajadores por cuenta propia comprenden las reglas, habrá menos tentación al «juego sucio».
Es imperativo estimular la producción nacional: De nada sirve controlar precios si no hay oferta suficiente. Sin reactivar sectores clave, como la agricultura y la industria, más allá de resultados muy individuales, la inflación seguirá siendo un monstruo de dos cabezas.

Hay que propiciar una digitalización urgente. ¿Cuántas de esas 300 000 inspecciones podrían automatizarse para liberar recursos humanos y evitar corrupción?
Pese a los muchos retos, el programa impacta directamente en la estabilidad macroeconómica, pero el desarrollo nacional exige más. La unificación cambiaria pendiente, la reforma empresarial profunda y la atracción de inversiones siguen siendo asignaturas incompletas. Mientras, el bloqueo económico estadounidense —ese elefante en la habitación que todo el mundo ve pero nadie quiere tocar— sigue restándole oxígeno a la economía.

El camino es largo, y el Gobierno lo sabe. Pero si algo enseña la historia cubana es que sin audacia, incluso los planes mejor intencionados se quedan a medio andar. Las multas ponen orden, pero solo la productividad, la flexibilidad y la confianza ciudadana harán que este programa no sea otro parche, sino el cimiento de una economía que, por fin, pueda respirar sin tambaleos.