Una Isla que se siente como una casa embrujada

Una Isla que se siente como una casa embrujada
Una Isla que se siente como una casa embrujada

Aquella noche, cuando Paulito murió, yo jugaba dominó con unas amistades a la luz de una lámpara recargable. Nos enteramos tarde. Solo cuando llegó la corriente y con ella la cobertura en los móviles pudimos leer la noticia.

Un socio que esperaba su turno para sacar agarró su móvil y lo soltó así: “¡Oigan, se murió!”. No paramos la data, pero seguimos en silencio. Nunca fui un gran seguidor de su música, tal vez porque nunca he sido ni bailador ni dandy, o por un tema de envidia, porque no soy bailador ni dandy, ni a los 60 años me conservaré tan bien como él. Sin embargo, demasiados infortunios se han presentado el uno detrás del otro, como si sucesivas visitas indeseadas llegaran a tu puerta y debieras atenderlas, y tú lo único que deseas es tirarte en cama y no levantarte en meses.

Antes de Paulito, perdimos al niño que fue tragado por una alcantarilla abierta y Eduardo Sosa y dos familias en Ciego de Ávila asesinadas para robarles y Edesio Alejandro y otros tantos que nos pueblan de fantasmas la casa país. En lo que colocábamos las fichas de manera automática encima de aquella mesa de jardín con un mantel encima, pensaba en una anécdota de mi infancia.

Una Isla que se siente como una casa embrujada

En mi barrio había una casa de construcción americana, con paredes color verde emergencia médica, y un arbusto en el patio del frente con esas florecillas rojas que arrancas y luego succionas el tallo para extraerles el néctar. Todos los niños del barrio decían que estaba embrujada. Comentaban que ahí había muerto un hombre.

Y sí, ahí había fallecido un anciano de un infarto, pero solo las casas recién levantadas, todavía húmedas porque el cemento no ha secado, no tienen sus muertos. Los niños, que no entienden sobre muertos —muchos de ellos piensan que fueron a dar una vuelta y pronto regresarán y podrán preguntarles: ¿Qué me trajiste?—, hicieron fijación con ese en específicos.

La casa estaba abandonada hace muchos años y todos sabemos que los fantasmas solo se mudan a sitios así. ¿Quién ha visto a uno de ellos en un solar, en una cuartería, en una ciudadela? Según me explicaría mi madre, ahí vivía una pareja de señores mayores. Cuando el corazón a él le reventó, ella no quiso quedarse. Quizá porque creía que al estirar la mano lo rozaría sin querer, porque él se sentaba a su lado a ver la novela o abría las ollas para saber qué había cocinado ella.

Sin embargo, los niños del barrio preferíamos el relato de que era una casa embrujada. No obstante, con fantasmas o sin ellos, en la parte trasera del lugar había una hermosa mata de mangos chupones. La copa del árbol resaltaba por encima del techo de la vivienda y desde la calle podíamos observar cuando florecía y se punteaba de pepitas de oro.

Al ocurrir esto, íbamos hasta la casa de un amigo, a cuyo patio solo lo separaba un muro del caserón abandonado. Cruzábamos la pared y nos poníamos a recoger todos los mangos que encontrábamos. Siempre lo hacíamos de día, porque todos sabemos que La Flaca es un animal nocturno. Incluso, algunos se doblaban la parte de abajo del pulover para hacer una especie de jolongo y llevarle algunos a su mamá.

De repente, comenzamos a escuchar unos ruidos extraños, una mezcla entre un alarido y un ulular. ¡El fantasma venía por nosotros!, a nadie le gusta que jueguen con sus mangos chupones.

Una Isla que se siente como una casa embrujada

Corrimos, despavoridos, como almas en pena perseguidas por otra alma en pena. No sé ni cómo saltamos el muro para regresar. Tal vez fue uno de los momentos en que más agilidad he demostrado y tal vez mi experiencia más religiosa. Meses después, me enteraría de que el ruido que sentimos fue la vecina de la izquierda que, cuando nos sintió tumbar los mangos a pedradas, decidió asustarnos, y vaya qué lo logró.

Mientras colocaba fichas, una detrás de otra, sin pensármelo mucho —solo revisaba que la cantidad de agujeros de la ficha en mesa coincidieran con las puestas en la tablilla—, reflexioné que nosotros seguimos ahí, tratando de saltar muros para buscar mangos chupones, con un vecino que nos grita para asustarnos; y gente que cruza los muros para irse de casa lo más rápido posible sin mirar atrás, por miedo a que, si lo hacen, nunca puedan terminar la escapada. A la vez, los muertos siguen persiguiéndonos. Todos los muertos duelen, incluso los esperados, los terminales; no obstante, algunos impactan más. Quizá por la impronta que dejaron en vida o por lo injusto que fue su final, se nos quedan más en la memoria afectiva, en la Isla memoria.

Dentro de mi puño cerrado, apretaba el doble blanco en espera de que alguien trancara el juego, y sentí que Cuba era una gran casa embrujada, como aquella de paredes verde emergencia médica. Se nos han acumulado muchas muertes en las últimas semanas.


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