Hace un tiempo escribí sobre Succession, fue en un momento donde la serie llevaba muy poco de haber terminado y simplemente exponía razones por las cuales lanzarse a ser testigo de la vida de los Roy.
Pero ahora, con una revisión que me ha permitido encontrar detalles y secretos en los diálogos, me he convencido a mí mismo de que es la mejor serie de los últimos cinco años. Los Roy y sus secuaces son quienes protagonizan una épica batalla que sustituye cota y mallas por acciones de Wall Street, trajes de 20000 dólares y muchas negociaciones.
Cuatro temporadas bastaron para narrar un círculo vicioso que castiga a una familia aparentemente republicana y conservadora, dedicada al negocio de las noticias en Estados Unidos. Este imperio de más de 50 años está a cargo de un Logan Roy incapaz de adaptarse a los modelos de negocio modernos. Una metáfora del ciudadano Kane de Welles con toneladas de poder que no sabe cómo usar. El paso del tiempo es un recordatorio constante de que debe evolucionar o elegir un sucesor que lleve las riendas de ATN, los cruceros, los parques y un servicio de Streaming.
Jeremy Strong decía en una entrevista hace años que la serie iba sobre la inminente muerte del capitalismo clásico y de cómo muchos magnates de antaño no toleran la nueva América. Las empresas encontraron no solo una inversión en el Streaming, sino también un enemigo. El entretenimiento siempre fue unas de las bases fundacionales del dueño del castillo, Logan Roy, pero contra un servicio tan innovador como los de suscripción, no tiene nada que hacer. Por eso, desde la temporada uno lo podemos ver comprando televisoras regionales que nadie ve, necesita sentir que aún puede adueñarse de los restos de un mundo extinto, cuando las noticias se veían en la televisión y no en el móvil.
La serie no es solo negocios y personas en traje. Esa es la fachada que atrae y, de paso, te desnuda como espectador. Succession es la novela americana que William Faulkner nunca pudo escribir. El autor de Luz de Agosto, El Ruido y la Furia o Absalón, Absalón supo contar las crónicas más descarnadas de una América profunda que sanaba las heridas de la guerra civil y se dejaba apuñalar por otros demonios. Succession cuenta con personajes tan descarnados como los de Faulkner, americanos en su mayoría, porque Logan Roy es un emigrante irlandés. Son sus hijos quienes se amoldan perfectamente a la tipología de los personajes del novelista.
Connor, Kendall, Siobhan, Roman, los vástagos de un magnate que mientras veía a sus hijos crecer estudiaba cada uno de sus defectos para usarlos a su favor. Los cuatro están enfermos con el cáncer de una promesa que cambiaba de destinatario cuando uno de ellos fallaba en complacer a su padre. Su niñez es un enigma que solamente podemos vislumbrar gracias a la ya icónica intro de la serie. Una niñez y una preadolescencia donde la mano del progenitor y proveedor estaba siempre sobre los hombros de unos niños nacidos en cuna de oro.
Esa es la principal debilidad de los Roy: no saber cuánto sudor salió del cuerpo de un joven Logan Roy, no saber cuánto vale un litro de leche. En ciertos momentos uno hasta podría entender la conmoción que supone cuando uno de ellos va tras la cabeza de su papá. Pero es mediante un visionado constante y concentrado que se puede construir un esquema que muestre las formas en que los personajes se manipulan entre sí, cómo se mienten, cómo se hacen daño y cómo se unen en los momentos difíciles.
La primera vez que la terminé quedé destrozado, es una tragedia llena de espinas que se vale de eso, de borrar la motivación de la búsqueda del dinero para entregar una historia llena de espinas, golpes, traiciones y ambición. Ya sea el encubrimiento de un crimen que a día de hoy sigo tratando de descifrar su génesis, por qué se dio tal encubrimiento: ¿por amor o para no dañar la imagen de una empresa?
La forma en que una hija sustituye a un hijo como favorito o de cómo uno de ellos suplica atención constantemente, al punto de esconder su frustración en chistes de mal gusto, y otra su aversión hacia el contacto físico. Mientras esto ocurre, otros se dejan utilizar por la dinastía Roy, los que han divisado un futuro brillante dentro de sus filas y, claro, la promesa de una posible plaza como sucesor.
Una segunda vez viendo Succession me hizo comprender que otra de sus bases es precisamente la de las historias que no cuenta. El verano de los ponys y Sally Ann; la relación entre Logan y sus hermanos; los suicidios dentro del noticiero; los favores sexuales que se hacían en los cruceros; así como las muertes de quienes iban a bordo que, dicho sea de paso, se clasificaban en si moría una persona real o una persona no real; de dónde viene Marcia y quién es; el pasado turbulento de Shiv; la escena de Roman con Mencken en el baño (esta es más personal). El demonio está en los detalles y hay muchas cosas que ocurren fuera de cámara.
Porque la dirección es sutil en un aspecto tan importante y particular: su apuesta por grabar al estilo del Dogma (no en su totalidad), de Lars Von Trier y Thomas Vinterberg. La cámara se cuela en los ecosistemas de estos ricachones y con un simple zoom recoge expresiones faciales y diálogos que ya son historia televisiva.
Al estilo de The Office, el lente captura todo tipo de situaciones, incómodas, graciosas o dramáticas. Los actores están rompiendo constantemente sus límites profesionales y entran en un estado tal que uno se siente privilegiado de poder presenciar el derrumbe de sus mundos de cristal.
Al estilo de la familia sureña caída en desgracia de la novela El ruido y la furia, donde también el hilo narrativo está construido desde las perspectivas de un grupo de hermanos, Succession le arrebata el trono a todas las series dramáticas del momento, con excepciones como Better Call Saul o las primeras entregas de Juego de tronos o El cuento de la criada.
Los Roy no se irán nunca de mi cabeza, sus altibajos son verdaderas lecciones de vida que destruyen esa ilusión de que el dinero no lo es todo y la transforma en un algo maduro que trasciende más allá de una de las motivaciones más explotadas dentro del storytelling. (Por: Mario César Fiallo Díaz)