Mi padre me dijo cuando era un niño que de esta vida solo nos llevamos lo que nos cabe en los bolsillos: un peine, un llavero, un beso robado en un rincón oscuro, una cerveza compartida con el amigo para no atorarse con una pena, un valioso recuerdo de cuando lograste, después de cinco intentos, tumbar aquel mango pintón de una pedrada.
Mi padre, cuando comenzó a salirme la barba como sombra escasa, me comentó que los hombres no se rajan. Sin embargo, el mediodía en que su padre murió, lo descubrí mientras lloraba solo en una habitación. Su llanto se escuchaba como cristales que se quiebran. A la mañana siguiente, mientras tarareaba un bolero de Ñico Membiela, preparó el café como siempre. Entonces, entendí que realmente lo que quería enseñarme era que los hombres pueden ser destruidos, pero nunca vencidos; y él no leyó a Hemingway, que yo sepa.
Mi padre, al enterarse de que había conocido el amor y la lujuria que guarda el cuchillo en el liguero del muslo, me advirtió que me cuidara de los tajazos, pero que de los cobardes nunca se ha escrito nada. Ahora, que soy periodista, confieso que más de una vez he huido. Creo que de los cobardes no se ha escrito nada, porque ellos, al sobrevivir, son los que relatan las historias y yo me considero eso: un contador de historias. Por eso hago esta crónica, para narrar la tuya.
Mi padre me pidió que quisiera este suelo, bendecido por todas las ofrendas a los santos cuando se abre la botella de ron y por la cal de los huesos de mis ancestros, tanto como a mi madre.
A veces, en los momentos en que no doy más, en que ciertos funcionarios me funden los hierros de la paciencia y debo comprar arroz vietnamita o brasileño, a cómo aparezca, en dónde aparezca, me acuerdo de él, de la cruz de Patria que incrustó en mí, y me viene a la cabeza la frase de Escipión, el Africano, cuando puso un pie en las cercanía de Cartago para conquistarlo: “¡Maldita tierra que poseerá mis restos! ¡Maldita Isla que me hundirá a mí y a los vestigios de mi padre!”.
Mi padre me aseguró que los verdaderos amigos nunca se marchan y sabía que hablaba de aquel socio, tan sangre de su sangre como yo, que murió el día de su cumpleaños en un accidente de tránsito, mientras llevaba una caja de cerveza para la fiesta. Pero, papá, los míos sí se van, parten a fecundar los continentes, y yo los entiendo, te lo juro que los entiendo; mas, eso no evita que me sienta solo; todo por culpa tuya, todo por esa jodida cruz de patria.
Mi padre me aconsejó que ese libro me salvaría, no sé de qué, pero lo haría. Entonces, aquí estoy yo y me viene a la cabeza esa pasaje en que Marlowe, el detective, reflexiona que la rubia platino estaba despampanante, pero que nada se comparaba con un Cadillac. Me rio, compadre, al pensar en ese antiguo Moskvitch color ira que te ganaste en Angola y que, si Marlowe se escapaba de las páginas de El largo adiós, lo hubiera cambiado por la primera rubia platino o trigueña o china que hubiera pasado por ahí.
Mi padre deseaba que cargara mi apellido como santo y seña. Cualquiera que lo llevara, cualquiera que proviniera de aquel Valle Elena, donde antes había un central azucarero y ahora una presa, esos que expulsaron de la Atlántida, eran familia, y la familia se cuida y se protege. Me contó que somos una estirpe de gente golpeada, pero nunca derrotada, desde el bisabuelo que se vino a esta Isla para huir de la Guerra Civil Española, hasta su padre, que aprendió la mecánica de las moles de hierro que desguazan la caña, solo con manuales y sin tomar ni un curso.
Mi padre anhelaba, y así me lo comunicó, que fuera como él, un calco, arcilla de su arcilla, carne de su carne; por esa mala manía suya de querer un clon en vez de un hijo. Pero yo soy más tú de lo que imaginaste, y también vástago de mi tiempo. Nos perdemos en los pensamientos de la misma manera, con los brazos sobre la barriga y la mirada ida. Robamos las chicharritas antes de que las pongan en la mesa, por el simple placer de llevarse algo a la boca. ¿De qué manera me voy a parecer más a ti?
Mi padre hace 10 años que no está y, cuando le pido que me diga algo, aunque sea una mentira boba, solo hallo el silencio. No sabes cuántas veces he querido ir hacia ti, para preguntarte por qué duele tanto el amor o reprocharte por la cruz de patria o que me volvieras a engañar con eso de que los verdaderos amigos nunca se marchan, porque, si fuera así, tú no te hubieras ido.
Necesito tus palabras, viejo, mucho.