Foto: Ilustración de Michel Moro
Quizá la primera vez que un hombre estuvo frente al fuego corrió despavorido por el terror. Aunque no existe un momento exacto para colocar este acontecimiento en la línea que representa nuestra historia, necesitó tiempo, mucho tiempo, hasta que pudiera acercar los dedos a la llama ardiente, doblegarla, sacarla del rayo aterrorizante y ponerla a sus pies, como una herramienta que barrió la oscuridad y el frío.
Nuestro paso por este mundo constituye una colección incontable de primeras veces, que luego se repiten hasta volverse rutina. Todas las generaciones han tenido que enfrentar su propio fuego: asustarse, recuperarse de la consternación y ponerlo a sus pies.
A nosotros, el encuentro con lo aterrador nos produjo una apnea profunda, paralizante. La humanidad contuvo la respiración y un virus se le alojó en los pulmones, dañó su corazón y se extendió hasta el resto de los órganos, como una enfermedad sistémica.
París quedó desierto. Los aeropuertos guardaron sus aviones y parecían juguetes plásticos, perfectamente colocados en una explanada. Los días comenzaron a tener el ritmo de las estadísticas de muertes y contagios, de dolor y despedida.
También se aplaudió el coraje de los trabajadores de la Salud y de todos los que se arriesgaron para salvar a otros. Los titulares hablaban de vacunas novedosas y, aunque nunca mencionaron con cariño a las nuestras, el tiempo las colocó, con justeza, en el pedestal que merecen.
En medio de ese caos, una mujer dio a luz a una niña. Cien años atrás, cuando la Gripe Española azolaba a la especie humana, otra mujer, su tatarabuela, pujó hasta que la partera haitiana consoló el llanto del bebé acabado de nacer.
Justo cuando la pequeña de este siglo soplaba las tres velitas, Tedros Adhanom Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), declaró el fin de la emergencia por la pandemia. Solo unos días antes, el 30 de abril, se habían notificado más de 6,9 millones de muertes en el orbe por la COVID-19.
El mundo, que todavía estornudaba, comenzó a respirar con menos dificultad. Sus pulmones iniciaban un proceso de recuperación, al igual que el resto de sus órganos. Pero la guerra estaba ahí, como una patología crónica, prácticamente congénita, capaz de necrosar las zonas más distales y hacer que el planeta se retuerza del dolor.
Este 2023 ostenta el récord lamentable de mayor cantidad de conflictos al unísono de los últimos 30 años, con un total de 183. En consecuencia, las muertes aumentaron un 14 % y los eventos violentos un 28, según reporta el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres (IISS, por su sigla en inglés).
Pero los ojos del horror son los mismos en todas las épocas. Con esa mirada profunda, de cuenca abierta, un niño palestino persigue una estrella fugaz y le abate una bomba. Con la misma expresión en su rostro, varias décadas atrás, el pequeño judío se dobló de dolor ante la muerte y un bebé, en Nagasaki, apuntó al firmamento, antes del horror de la barbarie.
No existe una forma de medir la desesperación humana. No se ha inventado una unidad confiable que la exprese, pero pocas cosas dicen más que el silencio de una mirada triste y muchas miradas tristes encontramos en Türkiye y Siria, cuando el fatídico terremoto del pasado febrero, y en el accidente de tren en la India, en el que perdieron la vida cientos de personas, y en los pueblos de los que nadie habla y que pertenecen a la estadística de los casi 200 conflictos activos en el globo de la Tierra.
Paradójicamente, ya el diccionario de Oxford dio a conocer la palabra del año en el idioma inglés. Se trata de Rizz, un vocablo que usa la Generación z para referirse a «estilo, encanto o atractivo». Esta forma abreviada de carisma se hizo viral, en junio pasado, cuando el actor Tom Holland, el Spiderman moderno, la usó en una entrevista.
Fuera de la geografía de las redes sociales de internet, del metaverso de la perfección, estos 12 meses no han sido tan «coquetos», y sí que hemos necesitado de una legión de superhéroes, no para que disparen telarañas, sino para que sanen las heridas sangrantes de una pandemia.
Todavía la economía mundial no se recupera de la turbulencia que provocó la diseminación del SARS-COV-2 y la guerra entre Rusia y Ucrania, la cual ocasionó una desestabilización de los mercados de energía y alimentos, y el endurecimiento, sin precedentes, de las políticas monetarias para luchar contra una inflación no vista en décadas. Los expertos vaticinan un crecimiento lento y desigual. Los optimistas hablan de una especie de aterrizaje suave, que para las naciones en vías de desarrollo no ha sido, ni será, como de costumbre, tan sutil como la pluma que roza el piso.
«No hay plata», ha dicho el recién electo presidente de Argentina, Javier Milei, en su primer discurso presidencial, como antesala de un paquete de medidas que golpeará, rotundamente, a los más vulnerables.
Su vecino, Luiz Inácio Lula da Silva, quien volvió al poder este año tras vencer a Jair Bolsonaro, promulgó una ley que, por primera vez, permitirá cobrarles impuestos a las inversiones de los llamados fondos exclusivos de inversión, también conocidos como «superricos». De este modo, pretende recaudar el equivalente a 6 000 millones de dólares hasta 2025, y cumplir su promesa electoral de incluir «a los pobres en el presupuesto y a los ricos en los impuestos sobre la renta».
El año 2024, que está por comenzar, no podrá eliminar de un plumazo los desafíos que le entrega, como en una competencia de relevo 4×100, su predecesor.
Pero ya la humanidad ha doblegado incontables veces al fuego. Quizá, la primera vez que un hombre estuvo frente a la llama ardiente, un niño hermoso y pujante acababa de nacer. ¿Y acaso existe algo más esperanzador y estimulante que la propia llegada de la vida? (Por: Leslie Díaz Monserrat)