Nostalgias de un mochilero: el pueblito de los 7 mil libros

Hace ya muchos años, mientras recorría el norte de Coliseo, en el municipio de Jovellanos, me encontré con un pueblito sin nombre propio, porque según me contaron, siempre asumía el del Central enclavado en aquel batey. 

Si la industria cambiaba de nombre, el poblado también. Por ello, un buen día los pobladores de Santa Amalia comenzaron a vivir en Victoria de Yaguajay, sin moverse de sus viviendas. Desde entonces así conocen a aquel paraje.

Recuerdo que mientras caminaba por aquellos senderos constaté que no se diferenciaba mucho de otros pueblos donde abundan las vecinas curiosas que se quedan mirando fijo al forastero, las gallinas apenas se azoran mientras escarban libremente en busca de insectos y también uno se topa con ese viejecito sabio que se sabe mil historias, porque nació justo cuando crearon el mundo y pudo presenciar la disposición de todas las plantas y animales del universo. 

Recuerdo la libertad y alegría de los niños que lo mismo trepaban una mata de mago que montaban a caballo con una destreza y dominio que me provocaban cierta vergüenza al repasar mi propia infancia. 

Del ingenio conservo muy pocos detalles, aunque sí puedo asegurar que apenas sobrevivían la gran torre y varias casonas como evocación del tiempo. Una de ellas, la más majestuosa, había sido el hogar del dueño del ingenio. Con el paso de los años se convertiría en una biblioteca que atesoraba 7 mil 861 libros de todos los saberes posibles. Recuerdo la cifra con exactitud gracias al orgullo con que la pronunció la bibliotecaria. 

Esa edificación era una inmensa casona de gran portal a donde los pobladores dirigían sus pasos para extraer obras en préstamos. Sin salir de mi asombro conocí que eran los policiacos los más leídos, junto con los volúmenes de historia que narraban las grandes batallas del Generalísimo Máximo Gómez y Antonio Maceo ocurridas a muy poca distancia de allí. 

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Mientras la joven bibliotecaria me hablaba de las tantas actividades que realizaban en la comunidad, como si yo fuera una “visita” del nivel superior, mis ojos se detenían en las majestuosas columnas corintias de mármol rosado del portalón de la entrada, ya que sus adornos en el capitel eran lo único que recordaba de mis clases de Arte en la universidad.

Los tantos murales, guías didácticas y dibujos de personajes de cuentos infantiles que colgaban en cada porción de las paredes, más que sobrecargar el diseño interior del inmueble, me despertaban gran admiración ante la dedicación de aquella joven.

Mientras permanecía en el lugar, llegó un poblador con muchos años y arrugas en el cuerpo, lo que me reafirmaba mi idea inicial de que en los bateyes venidos a menos abundaban, más que lectores, los bebedores. Pero si bien aquel señor mostraba en sus ojos la resaca de una buena batalla etílica, le devolvió a la muchacha un libro sobre la  vida, obra y postulados filosóficos de Platón, mientras expresaba: “Ahora voy pa’ Aristóteles”.

Después de aquella escena creo que también comencé a filosofar. Pensaba en un pasado cuando a ese recinto solo accedían el señor del batey y sus cercanos, y cómo en la actualidad era muy frecuentado por todos los estratos de la población, incluido un bebedor discípulo de Platón.

Me imaginé a aquellos seres inmersos en la magia de la lectura, alimentando su imaginación ya de por sí rica en historias como la de todo hombre de campo. 

Mientras me alejaba del lugar, me sobrevino una idea que a la luz de los tiempos que corren parecerá intrascendente, pero en aquel entonces me resultó algo genial: en aquel pueblito distante y taciturno quizá faltaban muchas cosas, pero al menos tenían más libros que habitantes.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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