Supongo que las telenovelas, por lo menos las que transmiten por primera vez, salen en un buen horario: al concluir el noticiero, donde el mundo allá afuera se acaba y nosotros aquí seguimos en lo mismo, resistiendo. En serio, necesitamos refrescar de tanta realidad.
Por ello nos sentamos frente al televisor a chuparnos el dedo, a que nos engañe miserablemente. Queremos creernos que el amor es Kola Loca del “yuma”, todo lo une, y que cada villano del mundo tendrá su merecido, sea al lanzarse de un precipicio o por la mordida de una serpiente que apareció de repente como buen guionazo. Miénteme que me gusta, pero miénteme bien mentido que más que lo merezco, lo necesito.
Lo más jodido del caso o lo más curioso es que nosotros mismos, los únicos en el mundo que entendemos la frase “Asere, esa talla está bizca, metieron pescado en ese final”, los cubanos, fuimos quienes comenzamos estas farsas furcias con El derecho de soñar, de Félix B. Caignet, que, por cierto, en la telenovela cubana actual le rinden homenaje. Luego los otros, los latinos, que si algo compartimos resulta el gusto por la melaza y el drama, por tanto, por el melodrama, nos copiaron la fórmula.
En los países anglosajones las nombran soap operas; si lo tradujéramos al vuelo serían óperas de jabón, es decir, un montón de burbujas leves que revientan frente a tus ojos. Tiene sentido, porque de ellas esperas, sobre todo, que sean leves y hermosas. No estás para meterles cabeza, sino para entretenerte. Si quieres métete algo más fuerte, como un tequilazo para el cerebelo, o busca alguna película del Neorrealismo italiano o la Nueva Ola Francesa. Dichos preceptos, sin tantas complejidades y con más anzuelo que pretensiones artísticas, han permitido que se coloquen en la preferencia de los públicos.
No obstante, ellas no pasan desapercibidas. Algunas se convierten en parte del imaginario popular y nos heredan frases o nombres o referentes que llegan hasta la actualidad.
Tal vez en esta Isla, que a veces parece una telenovela por los muchos capítulos que uno debe padecer para hacer algo tan sencillo como sacar el carnet de identidad, el mejor ejemplo sea el término paladar para referirse a los restaurantes privados. El nombre proviene del audiovisual brasileño Vale todo, donde la protagonista pasa de vender refrigerios en la playa a tener una cadena de establecimientos que llama así, Paladar, y como salió al aire en el mismo tiempo que permitieron la apertura de este tipo de negocios particulares en Cuba, se pegó la palabra gracias a la mimesis del consumo cultural.
Hace unos años atrás pasaron Avenida Brasil, la de Mama Lucinda, el tiradero y Tifón. Ahí había un personaje, Suelen, que usaba un tipo de licras “guarabeadas” que se comenzaron a utilizar de repente desde las guaricandillas hasta las más alta señoronas y se bautizaron así, licras Suelen.
Otra de las más famosas que han puesto en la televisión internacional ha sido Señora del destino, la de María Do Carmo y la mala de Nazaret y las tijeras que brillaban antes de que la clavara en la espalda de quien le hacía sombra. Ahí uno de los protagonistas era Viriato, un maître de un restaurante, que se volvió sex symbol. El fenómeno traspasó las pantallas e incluso podíamos encontrar pulóveres con su rostro estampados en ellos y Cándido Fabré hizo una canción bastante simpática al respecto, que el estribillo rezaba algo como: «¿Quién es Viriato, mamá, quién es Viriato?».
Algunas de producción cubana han logrado atravesar el umbral entre el olvido y la memoria colectiva. No creo que nadie que haya visto Doble juego pueda evitar tararear cuando suena la canción homónima de Polito Ibáñez, ustedes saben “…pintaré mi pelo de marrón, fumaré hasta romperme un pulmón…”, o no recuerde actuaciones como las de Enrique Molina como Silvestre Cañizo en Tierra Brava o la de Aramís Delgado como el cruel amo en Las huérfanas de la Obrapía. También nos han legado nombres y nombretes. A partir de La cara oculta de la luna, todas las puntualitas se llaman Amanda: Amandita, la puntualita.
Otras, el impacto lo han alcanzado por la trama que manejan, a veces no de la manera mejor contada, pero resultan efectivas por lo sensible de los temas a tratar, como la del Machi y el abuso a la muchachita. Recuerdo que en una entrevista el actor comentaba que en la calle la gente le paraba, para gritarle “lo descarado que era e hijo de (de esa misma)”; y él: “No, señora, ese es el personaje, no yo”. Ahora están de moda las turcas también, pero esas, con las cuales mi señora madre con Karaman para arriba y Karaman para abajo me tortura todos los días, necesitan un escrito aparte.
Un amigo una vez me comentó cierta vez que las telenovelas eran un buen termómetro para saber cómo la población cubana se manifestaba según tal o más cual conflicto desde el abuso de menores, como es el caso de El Machi, o la homofobia, las infidelidades, entre otros. Yo creo que traía razón en eso.
Al final constituyen uno de los espacios televisivos más esperados y consumidos; por ello quizá solicitemos productos similares que, sin perder sus códigos de lo complaciente y estéticamente depurados, sí sean más cercanos a los enrevesados argumentos de la sociedad cubana y global, repleta de entuertos y retruécanos. Mientras tanto. quiero saber cómo prosigue la historia de Beto Flacón y la Marisquera, que el último episodio me dejó, además de chupándome el dedo, comiéndome las uñas.
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