Teatro Sauto de Matanzas. Foto: Raúl Navarro
Algunos comentan por ahí que el interior de las piedras es duro y compacto. Yo no creo que sea tan así o, por lo menos, depende de qué piedra hablamos. Hay algunas que poseen la misma blandura interna de los hombres, como si tuvieran corazón y pulmones. Pienso, por ejemplo, que si acercamos el oído a las paredes del Sauto sentiremos su respiración, una pausada como de alguien que ha vivido mucho y no hablo del vivir por vivir que no es más que dejar que el tiempo se apile, sino el vivir que significa acumular historias.
Hace 160 años se hizo realidad aquello que para muchos era un anhelo, y para otros una necesidad. ¿Cómo una ciudad a la que le nacía tanto artista, tanto caballero y dama de alma sensible y con tanto capital por exprimir la caña y a otros hombres provenientes de otras hermosas y auténticas tierras, no iba a tener su propio teatro?
El 6 de abril de 1863 abre sus puertas el Esteban, llamado así en honor al gobernador español que mandaba en Matanzas, cuando comenzó su construcción. Cuatro décadas después, cuando los gorriones ibéricos recogieron sus bártulos y al fin se marcharon hacia su Madre Patria, después que los mambises habían recorrido mucha manigua, le cambian el nombre por el de un farmacéutico pinareño, que nunca fue mambí, incluso le donaba medicamentos a las tropas españolas, pero que fue su principal benefactor y primer director.
Durante más de un siglo y medio el teatro neoclásico por antonomasia de Cuba, siempre en el mismo lugar, inmutable, como si fuera el centro de la rosa náutica, recopiló historias. Si pegáramos la oreja a sus paredes escucharíamos el trinar del violín de José White, quien dice que recaudaba fondos con sus conciertos para ayudar a los patriotas, o ese sonido, casi imperceptible de rajar el aire, cuando Ana Pavlova, considerada la más ilustre bailarina de todos los tiempos, saltaba y giraba y saltaba y giraba.
Sería un craso error creer que el único escenario de Sauto es aquel al que conduce la platea, el de las tramoyas y las cortinas: todo el edificio en sí es un escenario, desde los fumaderos a los costados hasta los portales en los cuales durante la Reconcentración de Weyler se apiñaban los campesinos famélicos con la esperanza de que un alma caritativa le diera unas monedas para que no parecieran tan cadáveres o por lo menos tuvieran la suficiente energía para mendigar al otro día.
El teatro es un palco a la matanceridad. Hermanado con la Ermita de Monserrate, con las columnas del puente de Versalles, con la cueva de Bellamar –que se encontró incluso cuando el chino Wong con su barreta buscaba mármol para los muros del Sauto–, quizás se encuentre entre los elementos que más identifiquen a la urbe donde los ríos cantan y los poetas desembocan en ti.
La próxima vez que pases cerca de él, ponle oído a la piedra, dentro de ella vive la esencia primigenia de una ciudad. Muchas felicidades al Sauto en sus 160 años.
Muy buen comentario.