El 15 de noviembre de 1863, una tarde lluviosa y tristísima, el cadáver del bardo José Jacinto Milanés, en su féretro “de palo rosa y tornillo de plata”, emprendió la subida por la calle Gelabert, camino a la necrópolis de San Carlos.
Lo llevaban en andas miembros del Liceo Artístico y Literario de Matanzas, y lo acompañaban una corona de laureles y un cojín de terciopelo negro en el que viajaban, atadas con un crespón, todas sus obras.
Cuenta Lorenzo López Muñiz, testigo del suceso, que se estacionaban grupos en las esquinas con el objetivo de “ver atravesar la fúnebre comitiva e íbase agregando la muchedumbre hasta llegar en crecido número al cementerio (…) para derramar una lágrima en su tumba y darle el último adiós”.
Ha pasado siglo y medio de esta terrible hora, pero la fascinación por el poeta de La Tórtola no merma. Su figura, en el trayecto de las letras cubanas, constituye una estación obligada. Ningún teórico o literato que se precie ha podido sustraerse de su influjo. Incluso José Martí, en un rapto de admiración, escribió: “…se ha roto el vaso, quebrantado el yeso, quién volverá sobre las cuerdas de oro de Milanés…”
Resultan incontables los premios, distinciones, publicaciones, grupos teatrales o lugares que llevan nombres vinculados a su figura. Tan solo en el año de su bicentenario (2014) vieron la luz al menos cinco títulos sobre él o su obra.
El historiador e investigador Urbano Martínez Carmenate le ha escrito dos biografías y el dramaturgo Abelardo Estorino lo inmortalizó como personaje en: La dolorosa historia del amor secreto de don Jacinto Milanés (1973) y Vagos rumores (1995).
Por qué seduce a tantos este poeta de provincia, más pobre que austero, que se vio obligado a dedicarse a empleos menores y se mantuvo activo en las letras por menos de una década.
Las razones van mucho más allá de su calidad literaria y de que sea considerado “uno de los principales cultivadores del drama romántico en lengua española”.
Se percibe en sus textos la cristalización de nuestra identidad, un espejo en el que el siglo XIX se mira para hallar la silueta de un yo nacional, singular y ya perfectamente definido. No solo es un buen poeta, es un buen poeta cubano.
Su uso del leguaje resulta más fresco, con cierto color local, pues emplea palabras y giros coloquiales”. También hay una búsqueda de los orígenes, como en el poema El indio enamorado, que se adelanta a la escuela siboneyista, o el rechazo a la esclavitud que manifiesta con El negro alzado.
En Epístola a Ignacio Rodríguez Galván (1842) queda plasmado su amor patrio, unos versos largamente acariciados por los partidarios del independentismo: “Hijo de Cuba soy: a ella me liga/ un destino potente, incontrastable (…)/ Con ella voy sin rémora, ni traba,/ ya muerda el yugo o la venganza vibre./ Con ella iré, mientras la llore esclava,/ con ella iré cuando la cante libre”.
Más allá de su honda cubanidad, la literatura de Milanés cobra especial importancia para los matanceros porque nos transporta a espacios y sentimientos que son comunes a los que nacimos en esta ciudad.
Cintio Vitier incluso asegura que el autor de El Conde Alarcos encarna, “sí así puede decirse, la ’matanceridad’ absoluta”, pues en sus versos trasciende el espíritu de la urbe, no tanto en las descripciones como en las sensaciones se intuyen.
¿Qué yumurino, de codos en el puente, no ha buscado en las oscuras aguas de un San Juan murmurante las respuestas a lo que el futuro depara mientras el “manso río” corre ligero, llevando sus “ondas en grato vaivén”?
Sin embargo, es la leyenda de José Jacinto, la historia de su amor frustrado por su prima Isabel de Ximeno, su mutismo y su final demencia, lo que termina de atar las cintas de su embrujo. Un escritor excepcional con una vida absolutamente fuera de lo común.
Su biógrafo Martínez Carmenate sostiene que no fue la relación frustrada sino los antecedentes familiares y de su propio carácter, los que acabaron por privarlo del sentido. Sin embargo, la idea de la locura apasionada se torna irresistible.
Bajo su influencia, José Lezama Lima escribe que Milanés “se convierte en un fantasma matancero, deja cartas en las noches fosfóricas, desaparece inapresable, debajo de un farol de medianoche”.
Quizás la más hermosa evocación del bardo sea la de la trovadora Marta Valdés, cuando en su canción José Jacinto dice: “qué suerte tuvo usted/ que perdió la razón/ clamando a gritos/ por el único amor/ antes de haber sabido/ que ningún amor,/ absolutamente ningún amor/ es infinito».