El fuego, la ciudad y la gente

El fuego, la ciudad y la gente

El resplandor de la llamas se refleja en las nubes, vista desde el barrio de Pueblo Nuevo. Foto: Ramsés Ruiz Soto.

Caras en los balcones otean el horizonte en medio de un silencio espeso. Un mar de ojos, toda Matanzas es un mar de ojos desvelados. Gracias a que la ciudad tiene forma de anfiteatro, con su centro en la bahía, puede verse el fuego del siniestro casi desde cualquier punto.

Durante la mañana del domingo, la columna de humo negro ha ido tornándose de un blanco mortecino. En la tarde noche, la tercera desde que comenzó el incendio, un viento sórdido sopla sobre las llamas insuflándoles nueva vida. Serpientes rojas reptan por el cielo oscuro, se apoderan de él poco a poco, se lo tragan entero. 

Luego, el resplandor arrasa con todo: los ojos, las caras, los edificios, la ciudad, el universo de lo visible y lo invisible. Una ola de calor que abraza durante un segundo y sigue su viaje, pudo sentirse en lugares tan alejados como la ciudad de Cárdenas o los pueblos del interior de la provincia. 

La mente tiene extraños vericuetos, me viene el recuerdo de una película del argentino Tristán Bauwer, Iluminados por el fuego, sobre el conflicto bélico en Malvinas. Esta también es una especie de guerra, solo que el enemigo es un monstruo legendario y temible, llamado Naturaleza.

Enciendo el televisor para acercar la mirada. Todo lo que temíamos y más. La imagen resulta desoladora, una sola llamarada líquida se derrama en todas direcciones, sube a las nubes, baja al mar, y, finalmente, la cámara es engullida por un brillo cegador. Se van todos los colores, queda el blanco, solo el blanco. 

Otra vez repito una rutina que se ha colado en el engranaje de nuestras vidas durante los últimos tres días: llamo a los amigos que viven cerca, averiguo por los colegas que están aún más próximos, reportando “desde la candela”. 

Afuera aúlla la brisa en sordina. Si se aguza el oído puede escucharse el latir de los corazones. Un suspiro se desliza entre las sombras, un “Ay, Dios mío”, un “Mi madre”, pero los más, callan, se limitan a observar la tragedia con los ojos muy abiertos y los labios apretados para no sentir el sabor a humo en el paladar. 

Imagino que una vez más se reanuda el río de personas que lentamente se escurren por el Puente de la Concordia. Hasta de las zonas que no han sido oficialmente evacuadas se ha ido la gente. Versalles debe ser ahora un camino de hormigas; el reparto Dubroq, una especie de barrio fantasma. Resulta demasiado aterrador vivir entre una explosión y otra, bajo ese techo de pizarra. 

Voy a la cama, aunque dudo que pueda dormir debo cerrar los párpados. Se que otros no tendrán siquiera ese privilegio para que mañana amanezcamos con un poco más de esperanza.

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Sobre el autor: Giselle Bello Muñoz

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