“Los Pandas son resistentes, los Pandas son resistentes”, repite Amalia, mientras señala el televisor en una esquina de su sala.
Transmiten un concierto de Sampling. Nadie lo escucha. Sin embargo, para ella es un símbolo de que el diluvio no se lo llevó todo la pasada noche de sábado, cuando parecía que no quedaría rastro del barrio del Laurentino. Por más de 12 horas, desde la medianoche hasta la tres de la tarde del domingo, el aparato estuvo bajo el agua, al igual que el resto de la casa.
Durante cuatro días lo puso al sol. En la media mañana, cuando llegaba la luz intensa, como si Dios jugara con una lupa allá arriba, lo colocaba en el patio. Al anochecer o un poco antes, a eso de las cuatro o cinco de la tarde, si se vaticinaba aguacero, lo guardaba en el interior de la casa. El resto de los vecinos del Laurentino cumplieron el mismo ritual y no solo con los televisores. En los alrededores de las viviendas, en las jornadas posteriores a la inundación, hallabas ventiladores, que el mínimo viento les hacía girar las aspas como pequeños molinos de jardín, lavadoras soviéticas, escaparates de bagazo hinchados, como si quisieran reventar al igual que sapos toros, colchones que parecían plastilina, doblados sobre las cercas.
No obstante, a pesar de los baños de sol, aún quedaba la duda de si el Panda volvería a funcionar. Hace una hora atrás los técnicos, que junto a los módulos de comida y aseo trajeron los funcionarios del Gobierno, le dieron el visto bueno.
“Yo lo daba todo por perdido”, confiesa esta maestra de séptimo grado. Habla de manera apresurada, sin pretender dejar nada atrás, como si necesitara comunicarse a la misma velocidad que los recuerdos y amargos sentimientos emergen en su cabeza.
Las inundaciones en esta barriada, perteneciente a Carlos Rojas, no son asunto novedoso. Desde hace dos décadas suceden. “Por mala planificación vendieron los terrenos donde se encontraban los drenajes naturales de la zona, para levantar casas. Construyeron pozos para paliar la situación, pero por falta de mantenimiento estos no funcionan”, explica Liosvanys Hernández Tanquero, presidente del Consejo Popular.
Los pobladores saben que cuando el temporal aprieta el agua puede arrastrarse puertas adentro. Antes, solo con colocar la lavadora arriba de la cama y dormir en el otro extremo, como matrimonio disgustado, resolvían el problema. En la madrugada, si despertaban para ir al baño, debían chapoletear un poco, como cuando sin querer pisamos un charco y debemos revisar si nos ensuciamos el zapato, pero nada más. Por tal razón, muchos de ellos prefirieron permanecer en sus hogares, aunque ya se había anunciado fuertes precipitaciones para ese fin de semana.
Sin embargo, la noche del sábado en Laurentino cayeron más de 270 mm de lluvia. El agua entró a las casas y subió (se sentó en las sillas como un comensal más), y subió (revisó los libreros, edición por edición), y subió (quiso girar los bombillos de luz fría para saber si estaban fundidos o era problema del encendedor), y subió (trepó encima de las azoteas para coger los mangos de la mata del vecino que caían sobre el techo).
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II
Cuando el nivel del agua comienza a ascender, Amalia está sola. En menos de 20 minutos pasa de los tobillos a la cintura. Su vivienda se ubica en una hondonada, por tanto, se repleta más aprisa, como si llenáramos una tina con una manguera a presión.
Ella buscó un sitio más alto y trepó sobre la meseta. Delante suyo, su casa era una piscina a medio llenar de un líquido turbio y enfangado, porque el agua recoge la tierra colorá’ de la calle y de los montes alrededor. Desde su atalaya, contempla cómo esta sucia marea rodea sus muebles, trepa por la mesita del televisor y se filtra por los agujeros del Panda, al que le faltan los botones de cambiar el canal y del menú. Los adornos más ligeros flotan, los marcos de la foto de familia y del Sagrado Corazón de Jesús; los más pesados se quedan en el fondo, las flores artificiales, los muñecos de porcelana.
A causa de la velocidad vertiginosa del ascenso, pronto su refugio a la mitad entre el fregadero y el fogón no sería lo suficientemente elevado. Para quien dude de ella, enseña su fogón, al que aún cubre una capa de tierra. Decide lanzarse a la piscina .“Solo me tiré”, confiesa con naturalidad. Avanza hasta el portal. Mira a su alrededor y observa que donde antes estaba su calle ahora corría un río. Siente el sonido viperino de la electricidad y, cuando ve un poste cercano, descubre que chispeaba un cable.
Asustada regresa a la meseta. Sola, con la marea más cerca a cada minuto de sus chancletas y el techo como límite, nadie sabe la profundidad del miedo que llegó a sentir, probablemente, ni ella. Cuando relata su historia, casi una semana después, acude a reminiscencias, harapos de sensaciones y sentimientos.
En momentos de tensión máxima, la mente entra en corte como los cables eléctricos. Imaginamos que los peores escenarios pueden ser plausibles. Según cuenta, ella pensó que la balita de gas podía reventar. Próximo en el tiempo se encontraba el incidente en el hotel Saratoga, y le preocupaba que, si ni del agua ni de la electricidad provenía el mayor peligro, quizás del fuego sí.
“No puede ser como el Saratoga, me dije. Voy para afuera pase lo que pase”. Cuando parece que todo está perdido, emerge el instinto de sobrevivir; ese que, en menor medida, nos hace correr cuando pensamos que no alcanza el tiempo para cruzar la calle ante la proximidad de aquel camión, o saltamos cuando un perro, de repente, nos ladra desde atrás de una reja.
“‘Salí, ¡María!’. Gritaba y gritaba, pero nadie me oía”.
María Victoria Abad vive al frente de Amalia. Esa noche, aunque su vivienda poseyera dos plantas, cuando notó que la inundación superaba la altura alcanzada en los últimos 20 años, decidió evacuarse con unos amigos en la cuadra más arriba. De todas maneras, ella y su marido huyeron de la casa con el agua por la cintura. Explica que su esposo es paciente de cáncer, operado de colonoscopia, y le asustaba que nadie pudiera socorrerlo en caso de emergencia.
“Entonces seguí adelante. Avanzaba en punticas de pies o a nado”. La calle frente a casa de Amalia está sin asfaltar y abundan los desniveles. Además, su pequeña estatura no favorecía su avance. Ahora, en la sala de su casa, hace el mismo gesto: se empina y luego da brazadas en el aire. Repite la pantomima tres veces. Deja que su cuerpo recuerde a través del movimiento. “Hasta que llego a donde Vivian, que su vivienda queda en un lugar más alto”.
Liosvanys es el primer funcionario que arriba al Laurentino la medianoche del sábado. Llega en un camión de tirar pasaje, que un botero del Consejo Popular les había prestado, porque a la guagua en que andaban le costaba avanzar entre la lluvia y el fango. Sin embargo, ni siquiera en camión se podía entrar a la cuadra de Amalia.
Nos cuenta que, como mismo hizo la maestra desde su meseta, y aunque le aconsejaron quienes lo acompañaban que no lo hiciera, se “tiró”. En este contexto acuoso dicha conjugación verbal toma una connotación de ahora o nunca; de los cobardes no se ha escrito nada o por lo menos nada épico. Va hogar por hogar y llama a gritos a los residentes. Nadie contesta. Llega a casa de Vivian, donde se habían refugiado todos los afectados. Les pregunta con voz rasgada, desde el río, si estaban bien. “¡Sáquennos de aquí que nos vamos a ahogar!”, le responde Amalia.
III
La mesa del televisor es un collage de cubanía. Como la inundación movió de lugar los adornos, ella los agrupó ahí hasta que, poco a poco, logre organizarlos. Entonces, en las porciones de tabla que sobresalen por el costado, en los entrepaños, sobre el Panda encontramos una efigie de la Virgen de la Caridad, un perro de porcelana echado y con la lengua afuera, como agitado, fotografías de familia, búcaros, una estampa de San Lázaro.
Muestra la espiritualidad de la Isla, esa que nace no de las regias creencias en castigos post mortem, sino en la fe en que todo mejorará y que luego de la tormenta sale el sol, ese que seca los circuitos de un Panda donde puedas oír un concierto de Sampling. También recalca el miedo al espacio vacío que proviene de la exuberancia del latino. Nos asusta tanto el silencio como las paredes en blanco. Por ello, le gritamos a un conocido a una cuadra de distancia, por eso los pregones son nuestro patrimonio cultural.
Esa mezcla de algarabía y fe está presente en Amalia, cuando señala con un gesto exagerado hacia el ventilador que colocó en el suelo para que secara el piso, vieja técnica de las amas de casa, y exclama con una sonrisa: “A ese también me lo salvaron. Hasta ahora dormía en casa de unos vecinos, pero con el ventilador, ya puedo venir para acá”.
Confiesa que desde el sábado no logra descansar. Cuando toca la cama regresa el sobresalto. En los días posteriores a la inundación no ha parado de llover, aunque no con la misma furia. Por eso, hizo que su hijo fabricara entre el cuarto y la sala una barbacoa improvisada, con unos palos de monte, y encima resguardó en grandes jabas de nailon parte de su ropa; el resto de los atuendos está en unos jolongos hechos de sábanas amarradas, que colgó de los travesaños del techo.
Mientras no se resuelva la problemática del drenaje del Laurentino, cada vez que Amalia oiga los picotazos de la lluvia en su ventana recordará cuando los bomberos, que llegaron a la escena minutos después que Liosvanys, las condujera a ella y a María en una balsa de goma por el río de su calle, porque estaban desesperadas por saber en qué condiciones se encontraban sus hogares.
“Estaban bajo el agua. A la mía no se le veía el techo y en la de María llegaba hasta la parte de arriba de las ventanas. Quedamos desconsoladas al ver lo nuestro bajo el agua, pero —baja la mirada un momento— lo importante es que estamos vivos”, concluye con una sonrisa. Sampling en la pantalla del Panda comienza una nueva canción.