“No hemos sido lo suficientemente combativos”, “nos ha faltado visión” o “no fuimos capaces de prevenir tal o más cual problema” son frases que pretenden justificar las deficiencias, y que a menudo escuchamos en varios espacios, por ejemplo, reuniones y rendiciones de cuenta.
La autocrítica, esa capacidad del individuo de reconocer fallas en su propia conducta, ha trastocado su esencia para convertirse no pocas veces en una farsa, en una actitud aparente y alejada de la realidad, con la que se busca salir invictos en determinadas circunstancias.
En ocasiones, incluso, es el resultado de la alerta hecha con anterioridad, por alguien “muy generoso”, a un dirigente o trabajador sobre el modo en que debe comportarse para eludir el reproche colectivo. Lo peor es que, por lo general, lo consiguen. Una cara que da lástima, un poco de tartamudeo al hablar, unos gestos que denoten nervios… y ya estarán aprobados de manera unánime, lo que se expresa en el mutis reinante cuando quien dirige la reunión pide opiniones.
El ejercicio de la autocrítica, así como el de la crítica, fue siempre un pilar en la actuación de nuestros trabajadores y dirigentes. Ninguno se consideraba lesionado por los señalamientos hechos a sí mismos o por los demás. A ello se sumaba el interés y apoyo de todos porque el individuo superara sus ineficiencias, y este último se sentía comprometido a mejorar.
Hoy día, lamentablemente, la posición ha cambiado y resulta muy común escuchar intervenciones con tendencia a la evasiva. Mientras son aprobadas y hasta se fomentan con aquello de que “debemos perdonar al compañero porque fue capaz de enmendarse”, los problemas continúan sin un examen profundo de su verdadera génesis.
Es entonces que la autocrítica no pasa de ser el reflejo de la ausencia de crítica, de combate enérgico frente a actitudes y comportamientos incorrectos que, de haber sido enfrentados oportunamente, se hubieran resuelto sin dilación. De ahí la importancia de que más allá del elogio, que ciertamente también hace falta y eleva la autoestima, cada cual sea capaz de reconocer los errores.
No podemos pensar en que a la hora de rendir cuentas aprobarán nuestras razones por aceptar lo que dejamos de hacer o hicimos mal. Parecerse a uno mismo, teniendo presente lo que los demás esperan de nosotros, implica practicar el rigor del autoanálisis crítico.
Estos no son tiempos de timoratos, sino de dar lo mejor de sí cuando se nos encomienda una tarea, de enfrentar y admitir lo mal hecho, de aprender de los errores, corregir o atenuar las debilidades y aprovechar las oportunidades de aprendizaje, de pensar más en el bien colectivo que en el individual.
Son tiempos de recuperar cuanto hemos perdido en materia de disciplina, organización, cumplimiento de los deberes. Y para ello urge entender, primero que la autocrítica separada de la acción es de poca utilidad, y luego que sin su presencia se detiene el crecimiento personal y, por ende, el del colectivo.