Memorias de un trovadicto

He descubierto decenas de trovadores. De ellos, robo canciones para mi banda sonora y de vez en cuando alguna idea para crónicas como esta.

Odiaba a Silvio Rodríguez. Era un odio de ácido de batería. De esos, tú sabes, que te provocan una úlcera sangrante y sabor a uranio en las muelas. Lo detestaba, porque me recordaba a los actos y a las galas. Pensé durante mucho tiempo que a quienes reproducían la música en estos, los DJ a la sombra de las tarimas, les daban un solo CD con par de temas de Silvio, de Sarah y del grupo de experimentación sonora del Icaic, y “cógelo corriendo”.

Odiaba a Silvio Rodríguez, porque era un adolescente desesperado por vivir y los actos eran una estepa temporal; hacia donde miraras solo observabas un espacio vacío, nada que rompiera el horizonte. Por tal motivo, tardé años en reconciliarme con temas como Por quien merece amor o La maza.

Era un adolescente y a los adolescentes les gusta la música que escuchan otros adolescentes, esas que son pista de despegue para la libido o te hacen parecer rebelde, aunque no sepas contra qué. En las descarguitas y quinces, Noel Nicola tenía que ir hasta el piso con el Chacal y Yakarta, si quería conquistar a una imaginaria María del Carmen.

Comencé a escuchar trova porque me llamo Guillermo. Quizá si fuera, no sé, Enrique o Luis, aún estaría sacudiendo y sacando petróleo. Creo que por el nombre todos nos encuentran una similitud con un personaje histórico o de la cultura pop. Los Ricardos siempre serán Ricardo, Corazón de León; la estirpe de los Gabriel está condenada a cien años de soledad; a los Robin siempre les encapucharán un Hood. Todos los Guillermos siempre tendremos algo de Tell.

Una muchacha, con la que coincidí en un repaso para entrar a la Vocacional, me preguntó cómo me llamaba.

«¿Guillermo, como Guillermo Tell, de Carlos Varela?», me ripostó al contestarle. El chiste continuó lo que duraron las preparaciones para las pruebas de ingreso. Guillermo Tell de Varela para acá, Guillermo Tell de Varela para allá. Llegado a un punto, la curiosidad pudo más que yo y busqué la canción.

Me encantó. No obstante, al principio, porque la mente es un cuartico de desahogo, que cuando abres la puerta puedes hallar los trastes inimaginables, se me mezclaba con una canción de salsa de mi infancia, que decía algo así como: “tengo el amor que te va a gustar, llevo la manzana en la cabeza”. Supongo que era por la maldición de la manzana en la cabeza.

Con Carlos Varela a veces me sacaban un parecido. Quizá porque todos los gorditos trigueños y de pelo largo se parecen un poco. En ocasiones me enganchaba un par de gafas oscuras, un gorro para el frío y lo imitaba como algún tipo de parodia. No me salía tan mal y siempre robaba dos o tres carcajadas.

Él resultó mi entrada a lo trovadoresco. Mientras recostado al árbol esperaba para saber si la flecha partía la manzana, comencé a escuchar a otros cantautores. Frank, que nunca se me olvida que en una trivia de la Neurona Intranquila preguntaron por un músico cuyo apellido fuera el antónimo de su figura y, hasta hoy, cada vez que pienso en alguna canción suya, recuerdo ese detalle. Me fascina el simpático Frank y sus colonoscopias con trompeta para Santa Claus y Frank, el profundo, el que te dice que a veces solo necesitamos que nos regalen una utopía.

Luego llegaron Gerardo y el Santi; coño, el Santi, que entre mis grandes deudas permanecerá que nunca pude ir a un concierto suyo. Uno de los versos que más me arma y me desarma de la música de autor es de él: “¿Amor, qué pasará si al despertar somos felices?”. Y te pregunto a ti, lector, ¿qué pasará si al despertar eres feliz?

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Entonces tocaba el redescubrimiento, el regreso, como si Colón hubiera necesitado terapia de choque y 20 expediciones para enamorarse de las Américas. Recalé en Silvio y ahí me quedé. Como Crusoe en la Isla, construí mi refugio en Silvio. Aprendí que a veces hay que “hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado y he preferido el polvo así, sencillamente, pues la palabra amor aún me suena a hueco”.

Detrás de Silvio vino Pablo, y vino Pedro Luis Ferrer, y vino Nicola, y vino hacer pactos de no agresión con el niño que odiaba los actos y vino tararear “el breve espacio en que no estás”, cuando el corazón parece un zapato estropeado, y vino pedirle perdón a la madrugada.

De ahí para acá he descubierto decenas de trovadores. De ellos, sin el menor pudor, robo canciones para mi banda sonora y de vez en cuando alguna idea para crónicas como esta. Llegaron y se quedaron Freddy Laffita y la Trovuntivitis. A veces, cuando me ponen contra la pared, me pregunto como Leo García: “¿Qué palabra voy a usar si me vienen a matar?”.

Incluso, me robo trovadores de mis parejas. Hay gente que te regala cosas hermosas, aun sin proponérselo, aunque todo después se joda, pero queda eso, lo hermoso. Así me sucedió con Ariel Barreiro, que hasta ahora no me ha abandonado, porque, parafraseándolo: “un hombre son las canciones que escuchó, un hombre es una bestia de cargar nostalgias”.

El hijo de Guillermo Tell creció. No puedo tomar la ballesta  —guitarra— en mis manos, porque la música nunca ha sido lo mío. Soy un simple fan al que le gusta escribir. Así que diré como Silvio: “Hoy haré una página celeste, trovadicta, trovardiente… hoy me trovaré para alegrarme”.

Texto homenaje a los 60 años del Movimiento de la Nueva Trova y a la trova en general.  

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