Los hierros del barrio

“Me llevo los hierros”; esa fue la sentencia de Pedro cuando decidió que no le daba la lista con el billete y que trasladaría el gimnasio de mi natal San Miguel de los Baños hacia Limonar. El espacio que antes ocupaban los aparatos para hacer ejercicio, primero fue reemplazado por un colchón de lucha libre, después por una placita y por último una funeraria. 

El gym de Pedro había muerto definitivamente, porque la economía del pueblo no admitió que una hora de hacer sudar el cuerpo pasara a costar cinco pesos, de dos que valía. Sin dudas eran otros tiempos y la inflación todavía podía expresarse en unidades. 

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Se había construido en colectivo. La furia ochentera por el fisiculturismo y las películas de Arnold Schwarzenegger motivaron a un grupo de jóvenes en un pueblito de Matanzas a reunir todo el hierro que pudieron para comenzar a armar aparato tras aparato. Luego aparecieron los cables, la grasa y algún que otro trozo de goma.

No recuerdo qué había en ese lugar antes del gimnasio de Pedro. En sus días de mayor actividad, las paredes estaban empapeladas con hojas de revistas donde fisiculturistas de la talla de Ronnie Coleman, Jay Cutler y Dorian Yates marcaban el objetivo. Al fondo, justo a la derecha del espejo roto, una pequeña foto de Sergio Oliva, el primer campeón cubano en lograr los títulos internacionales de Mr. World, Mr. Universo, Mr. América y Mr. Europa, demostraba que valía la pena el esfuerzo.

Costaba adaptarse al choque del metal, al tacto del óxido y al dolor que deja una sesión de entrenamiento; pero, tras las insoportables primeras semanas de sufrimiento, este terminaba por desaparecer y, llegado ese punto, ya se era uno más de la familia. 

Cada uno de aquellos jóvenes negaba la posesión sobre aquellos aparatos, porque no eran suyos: eran los hierros del barrio. Pero esos jóvenes crecieron, ninguno ganó siquiera el Mr. Jovellanos y Pedro quedó al frente del gym.

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Hace un par de meses, cuando decidí volver a ‘‘mechar’’, me encuentro con que hacerlo en la ciudad de Matanzas no es tan sencillo. El emprendimiento local ha valorado que el entrenamiento cuesta entre 800 y 2000 pesos mensuales; eso sí, con todas las condiciones: pesas engomadas, aire acondicionado, entrenadores personales y aparatos originales.

Al rebuscar lo suficiente di con un gimnasio como el de Pedro, ubicado en la calle a la derecha del Pediátrico Eliseo Noel Caamaño, a 20 pesos el día. Este también había surgido del sueño de un par de muchachos hace décadas, y los aparatos fueron apareciendo uno tras otro a la par que la asistencia crecía. 

La nostalgia me invadió al ver que algunas de esas revistas ochenteras, en mal estado, colgaban de las paredes: Lou Ferrigno, Markus Rühl, Günter Schlierkamp… Aquel era otro gimnasio sin dueño, cuya administración pasa de una mano a otra ante la responsabilidad de heredar los hierros del barrio. 

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Sobre el autor: Boris Luis Alonso Pérez

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