X, dirigida por Ti West y estrenada este año como primera parte de una saga anunciada tras su aparición, es una de las obras más valientes, sinceras y emotivas del cine americano en lo que va de siglo. Por insólito que parezca dedicar tales adjetivos a un producto de entretenimiento tan gráfico en sexo como en violencia, esta oda de liberación artística y moral respecto a las ataduras de un pasado siempre conservador, como tantos clásicos de su tipo, se convierte en mucho más para el espectador atento.
Llega en tiempos necesitados de un cine lúcido y no embriagado de la moda, en medio de un panorama fílmico que es cualitativa y cuantitativamente el peor en cuanto a obras maestras, donde la corrección política impera, resta autenticidad a nuevos proyectos y promueve la autocensura en cineastas de talento y capacidad. Ti West, joven, temerario, seguro de sí mismo y de sus influencias, ofrece la que hasta la fecha resulta su película más personal, que es también joven, temeraria, consciente de sus virtudes y de las fuentes culturales de las que bebe.
Una de las tendencias evidentes del terror actual es el toque retro, la recuperación atmosférica de épocas tan jugosas para este género como fueron las décadas de 1980 y 1970; no siempre se retoma con acierto el espíritu de aquellos años, ni se deja una huella tan profunda como la de aquellos representantes del cine más controversial y, en cierto modo, refrescante del período. Pienso en Carpenter y lo poco poético que resulta el miedo tras La niebla (1980); en Spielberg y las cada vez más penosas películas sobre el mar después de Tiburón (1975); en Hooper y la implacable tensión que provoca La matanza de Texas (1974), ícono de un verismo malinterpretado por posteriores directores y principal influencia de la novedosa X.
Corre el verano de 1979. Toca a su fin la década dorada de la industria pornográfica. En el claustrofóbico espacio de una granja texana y sus alrededores, un cineasta amateur, lleno de ínfulas intelectuales y corto de presupuesto, lleva a cabo la realización de una anhelada obra cumbre donde sensualidad y calidad confluyen. El equipo contrasta en edad, vigor y mentalidad con los ancianos arrendadores de la casa de huéspedes donde se alojan, un matrimonio de pocas palabras y escaso cuidado de su apariencia personal que, en el fondo, desconoce las actividades realizadas en su propiedad.
El temido y esperado hallazgo, y sobre todo sus consecuencias, transforman a X, inicialmente un retrato ligero y realista de las ambiciones correspondientes al convulso momento histórico que aborda, en una magistral muestra de horror, mental y físico. La cámara de West no tiembla siquiera al documentar los comportamientos más lujuriosos ni perversos que estructuran su historia y ensanchan las pupilas del espectador, logrando una película desnuda en todos los sentidos, libre de dilataciones explicativas, frontal en su rítmica narrativa. Demasiado profunda para considerarla un simple thriller erótico; demasiado humilde para considerarla un sesudo tratado de psicología.
Mia Goth, protagonista absoluta, se abre paso en la memoria cinéfila a partir de aquí. En primer lugar, no gracias a uno sino a dos de los mejores personajes que hayan desfilado por la gran pantalla: la vivaz Maxine y la decrépita Pearl, con todas las consiguientes interpretaciones de la nueva América corrompiendo valores de la tradicional América que ello pueda conllevar, amén de una sagaz reducción de presupuesto. En segundo lugar, no tanto debido al maquillaje, por otra parte soberbio, como a la confianza puesta en ella por un cineasta intuitivo y valiente.
X pondera la sensación de proximidad, de cualquier rostro aterrador, monstruo de pantano u objeto filoso, a la yugular de la audiencia, empleando a veces el humor y la ironía como las más lacerantes de las armas. Y se permite, entre tanta sordidez y vocación crítica, su particular finura estilística a través de elaboradas composiciones visuales y sonoras; sirva de ejemplo la secuencia en pantalla dividida, aporte característico del influyente maestro Brian de Palma, donde una bella balada subraya tan emotivo y perturbador momento.
Es la mayor confirmación millenial, quizá junto a la infravalorada Los renegados del diablo (2005, Rob Zombie), de que la vuelta a los 70 añade ventajas estratégicas para un director, más allá de la nostalgia reivindicativa: desde la desaparición del celular como elemento salvador de los personajes, recurrente con facilismo hasta el punto de devaluar tantos clímax en numerosas películas, hasta el encanto de combinar los avances técnicos del presente con los de ese entonces, y así replantear una especie de juego autoral y sumamente personal de cómo pudo conducirse el cine por caminos poco explorados tras el decenio más decisivo del llamado Nuevo Hollywood. (José Alejandro Gómez Morales)