Colainómano

Colainómano

Foto: Raúl Navarro González

Yo nunca quise ser un colainómano. Odio la lenta muerte por espera. Odio encontrar en los ojos de las personas cómo la vida -la poca que tenemos- se les escapa y saben que no pueden hacer nada al respecto. Odio esos molotes en que la individualidad se la traga el colectivo y al final te percatas de que no eres más que un amasijo de sudor, impaciencia y jabitas de nailon de cinco pesos.

No me gusta despertarme a las cuatro de la mañana para ir a marcar. Y cuando te dices que harás el uno, que serás el uno, al llegar al sitio -el Carnet de Identidad, el puntico de gas, su puerta- te encuentras que eres el cinco, el seis, el once. Entonces te preguntas si el problema fue que madrugaste tanto que no le diste la oportunidad a Dios de salir de la cama y por eso no te pudo ayudar. Dios no es colainómano, tampoco te vende turnos.

Aún no amanece y los que te anteceden están tirados en los quicios, se abrazan las rodillas y bajan la cabeza, para protegerse del frío. Algunos miran reels en sus teléfonos con el desinterés de quien no tiene nada más que hacer. Parecen llagas que le nacieron a la noche. Tú tomas tu lugar al lado de ellos. Te abrazas las rodillas, bajas la cabeza, consumes reels y reels. Ninguno te provoca risa. Ninguno llama tu atención. Te conviertes en otra llaga.

No quiero ser un colainómano. Sin embargo, en una nación donde algunos productos básicos resultan complejos de adquirir, donde el sistema de gratuidades, como la canasta básica, nunca alcanzó del todo y ahora fluctúa, mi subsistencia depende de ello. La cola es mi suplemento cárnico. La cola es mi leche del desayuno. La cola es mi arroz.

La cola es mi dinero en efectivo que me permitirá comprar mi suplemento cárnico, mi leche del desayuno, mi arroz. Como te apuestas tu diario en ello. Como si no te apuras puede ser que se acabe: el café barato, las guaguas, el Enalapril para bajarle la presión a tu madre. Como, en demasiadas ocasiones, te hallas contrarreloj, porque debes jugar con la llegada de la luz a tu circuito, con el bombeo del agua, con el arribo puntual a tu trabajo, si no te descuentan el día, tus ánimos se transforman en pólvora. Hueles a azufre y hierro.

Eres azufre y hierro. Solo necesitas la chispa adecuada para prenderte. Cuando te encuentras en ese estado, siempre ocurre algún hecho que pone a prueba tu autocontrol. La persona que va delante de ti se voltea y te comenta que olvidó contarte, pero que son él y cuatro más.

Alguien de la oficina de trámites explica que el sistema informático se cayó, probablemente no puedan prestar servicios en el resto del día. Tratas de mostrarse serio; pero siempre has tenido la impresión de que están aliviados. Para ellos será un día feriado, un viernes santo; para ti será un día perdido, un miércoles de ceniza.

La señora, muy amable, pide permiso para pasar primero, jura que es solo para hacer una pregunta, minúscula, nimia, una preguntita, y luego la observas a través de los cristales de la puerta del banco cómo resuelve su problema en una de las peceras e, incluso, notas cómo se ríe junto a la cajera. ¿Qué rayos resulta tan chistoso? Ahí te sientes anárquico, iracundo, chusma; pero sabes que no puedes hacer nada, solo aguardar.

Yo no quiero seguir siendo un colainómano; sin embargo, no sé que pueda suceder en el futuro. Las mipymes se multiplican. Parecen pólen. Parecen bichos de luz.  Parece que nos sobrevivirán a nosotros. Por tanto, hay más sitios donde procurarse parte de los insumos del hogar, motivo que muchas veces nos lanza a este vicio nacional. Siempre, por supuesto, que estés dispuesto a aceptar las cuchilladas del libre mercado y la inflación monetaria. Tanta oferta disminuye las esperas, de cierta manera.

Existen otros servicios en manos del Estado que cada día se afectan más y se vuelven complejos de alcanzar. No hay energía eléctrica para atender al público en un contexto donde se fomentó la informatización de la sociedad y el hombre nuevo 2.0. Las instituciones carecen de personal, porque se fueron para las mipymes, porque se fueron a otras oficinas -las de emigración y extranjería-, porque, sencillamente, se fueron.

Soy un colainómano, uno de tantos, uno entre millones. Lo sé. Y, como buen adicto, el primer paso es reconocer que tengo un problema. Ahora la cuestión sería qué hacer con mi problema, cómo lograr espantar la lenta muerte por espera, la mirada de quien se le escapa la vida por los ojos, recuperar mi individualidad en ese amasijo de legañas, pies que zapatean inquietos la tierra de nuestros padres y bolsas de tela con el logo del último Festival de Teatro donde cargarás las malangas.


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